Todas estas preguntas conducen al cultivo de una reflexión crítica sobre nuestro pasado violento, reflexión que no excluye, ciertamente, una valoración moral, política y jurídica de los hechos. Podemos y debemos llegar a un consenso sobre lo atroz de los crímenes cometidos por los actores armados y su irredimible inmoralidad. Pero es necesario también que estemos dispuestos a reconocer que esa violencia, más allá de sus responsables concretos, fue también la afloración dramática de múltiples fracturas, omisiones e incomprensiones entretejidas en la vida cotidiana de los peruanos.
No hay espacio más apropiado para cumplir este hábito de reflexión crítica que el que ofrecen las escuelas. Y sin embargo, el sistema escolar peruano ha descuidado por completo la tarea de llevar a las aulas una reflexión sobre nuestro pasado cercano como aquella a la que invitó la CVR. Poseemos una escuela que aún dedica varias horas a tratar, por ejemplo, la guerra con Chile del siglo XIX, y prefiere ignorar todo lo relativo a un conflicto interno iniciado hace tres décadas, que produjo más pérdidas personales que todas las anteriores guerras externas de la historia nacional.Esta grave omisión, que la actual ministra se ha propuesto lúcidamente remediar, tiene, desde luego, una raíz política e ideológica. Empresarios, políticos, y periodistas influyentes se resisten a aceptar toda versión del pasado que los aleje del dogma encubridor y negador de las víctimas que han adoptado. Pero hay también aquí una expresión de viejas deficiencias de la enseñanza escolar en el Perú en general. Tenemos una escuela que no se halla preparada para el pensamiento crítico. Vivimos un sistema educativo que premia la repetición mecánica de versiones simplificadoras y de dogmas; paradójicamente en el mismo estilo cultural de SL. Se trata además de una idea de la educación que descansa enteramente sobre la autoridad inapelable del Dómine y que recela del pensamiento libre por parte de los estudiantes.En pocos dominios se ha hecho esto tan evidente como en la enseñanza de la historia. Ella se ha reducido a un catálogo de fechas y nombres: batallas, efemérides, hombres ilustres y refleja una instrucción que tiene poco de verdadera formación intelectual. Se la enseña como quien muestra un fichero, no como lo que en sustancia es: el territorio donde los seres humanos construyen un mundo, sus vidas, sus relaciones con los demás, el terreno donde el pasado aparece como fruto de decisiones que en su momento fueron libres y que ahora es un legado que nos sitúa en un presente abierto a un futuro, lleno de posibilidades que nos exigen optar. La historia mostrada adecuadamente es en el fondo un despliegue de nuestra ética, de nuestra razón y de nuestras esperanzas, y estudiarla debería ser un ejercicio de comprensión y de ilación razonable entre pasado, presente y futuro.El sentido profundo de nuestra educación está, por desgracia, ausente de las grandes discusiones públicas del país. En el mejor de los casos se habla sobre los instrumentos de esa educación, como los libros de texto, ignorando que estos no valen por sí solos y que muchas veces reflejan un concepto muy pobre de lo que es la educación. Esta, entendámoslo, ha de asumirse como un proceso formativo de personas, de ciudadanos, de seres libres y solidarios, habitantes de un mundo de valores, y atravesados de historicidad: herederos de un pasado, habitantes en un presente y hacedores del futuro.
>> Este artículo fue publicado en la edición dominical de La República.