Una democracia que no termina de consolidarse
Una vez más el ánimo del Perú se encuentra en tensión. Las circunstancias son, en cada caso, diversas pero las razones de fondo, siempre las mismas. La interpretación al respecto es el estado de pobreza de una democracia que intenta consolidarse. Salomón Lerner Febres, Presidente Ejecutivo del Idehpucp, opina al respecto.
La repetición de estos conflictos a lo largo de más de una década debería hacer imposible leer los hechos como si cada uno de ellos fuera un exabrupto de gente exaltada, como si cada brote de reclamo violento no guardara ninguna conexión con los que lo anteceden y con los que le siguen. Fingir ingenuidad ante lo que está sucediendo en el país comienza a ser doloso, más aún cuando esa voluntad de incomprensión viene del propio Estado. Cualquiera que tenga interés y responsabilidad en el futuro de nuestra democracia está obligado a reconocer que no estamos en cada caso ante un hecho aislado sino ante el síntoma reincidente de una enfermedad que se vuelve crónica: una quiebra de nuestra institucionalidad democrática y, en particular, un fracaso de nuestros medios para construir consensos aceptables, para gobernar el país en un régimen de ciudadanía.
Decir esto no significa, en modo alguno, convalidar los métodos que las poblaciones que protestan, y sus líderes, ponen en práctica para hacerse oír. Los bloqueos de carreteras, la destrucción de propiedad pública y privada, la retención de personas contra su voluntad, el desafío abierto a la autoridad legalmente constituida conforman, desde luego, una secuencia de faltas y delitos que no pueden ser pasados por alto. Es innegable que en el reclamo de sus derechos, varias de estas poblaciones atropellan los derechos de otros ajenos a la pugna. Pero señalar eso no debiera llevar a ignorar el problema de fondo, uno que atañe al horizonte mismo de la democracia: que las autoridades electas y nombradas, y una prensa que les hace el coro y en ocasiones las azuza, prefiere acantonarse en la convicción inamovible que privilegia la explotación de recursos primarios, y la inversión del gran capital, sin que importe demasiado el costo social y ambiental que ello signifique.
Subyace a todo esto, como es evidente, cierto prejuicio tenaz de las poblaciones urbanas, de los sectores privilegiados de la sociedad: la idea de que la población que protesta contra las inversiones es gente manipulada, engañada, población que no tiene conciencia de lo que está en juego ni de las vías que el país debe seguir para llegar al desarrollo. Ese prejuicio, leído cotidianamente en los diarios de la capital, repetido en todos los canales de televisión, es un símbolo dramático de lo poco que nuestra sociedad ha aprendido en las últimas décadas. Las clases urbanas del país, aquellas que disfrutan de los servicios que brinda el Estado, aún prefieren mirar al resto de la nación con desdén, sin ningún ánimo de entender las razones ajenas, y es sobre ese desdén compartido que se erige la soberbia y también la intransigencia del Estado.
Es infrecuente en esos medios oír una voz que se interese en qué es lo que realmente exige un modelo de desarrollo honesto y coherente para las poblaciones donde se encuentran los recursos naturales que se desean explotar. Más raro todavía es encontrar dudas e inquietudes sobre la verdadera situación de los derechos de esos sectores del país que se pronuncian en contra de ciertas decisiones del Estado y que se manifiestan indignadas por el favoritismo estatal del que gozan las empresas. En lugar de ello prevalece la autocomplacencia y la descalificación del otro, del diferente. Esperemos que alguna vez se entienda que sólo a partir de la voluntad de comprender y del alejamiento de la indiferencia es que comenzaremos a ser un mejor país.
>> Fuente: La República