Para Don Alfonso
El sábado antepasado ha fallecido un hombre bueno. Su vida entregada al conocimiento, al amor y servicio del país, y al cuidado de su familia, todo ello con fe cristiana vivida con autenticidad, me mueve a reflexionar acerca de lo que él solía repetir en sus últimos meses de vida: nuestra existencia no significa sino “un instante entre dos eternidades”. Aquí, va algo que él evocaba con sus palabras.
Se trata de una pregunta jamás plenamente respondida y que, justamente, en la experiencia de su constante reiteración y la ausencia de una respuesta que la clausure, nos ofrece los comienzos de una solución. Así, el solo hecho de cuestionarnos sobre lo que somos nos va arrojando ya luces sobre un saber: el saber que ignoramos algo, algo fundamental de y sobre nosotros mismos. Y de esa manera, dentro de una oscuridad que es en un principio total, asoma una brizna de claridad, de afirmación en medio de la absoluta negación: sabemos que no sabemos; sabemos que queremos saber y que se nos ofrece como tarea urgente el hacer más intenso el pensamiento y, con él, la búsqueda de un sentido para nuestra vida.
Es así como empezamos a enfrentar el desafío de explorar la complejidad que entraña nuestro ser y estar en el mundo, al lado de otros que, como nosotros, también escudriñan su propia naturaleza.
Puestos en ese camino, quizá lo primero que aparezca sea que, de algún modo, todos y cada uno nos afirmamos en un presente, un tiempo que es precario y que no se nos ofrece sino como el tránsito entre dos dimensiones que, inevitablemente, debemos aceptar: el pasado y el provenir.
Ya San Agustín en sus Confesiones señalaba la relativa inconsistencia del presente, ese tiempo que solo aparece como el límite entre lo que no ha sido todavía y aquello que ya fue. Somos y estamos en el tiempo y lo sabemos y hemos de asumirlo. Significa ello que un comienzo de respuesta se nos ofrece en el “haber-sido”, en eso que ya transcurrió, pero que no lo hizo de un modo inocente; y fue así porque, curiosamente, eso que ya ocurrió ha ingresado en la eternidad de lo inmodificable y aparece en nuestra propia vida como un elemento del que no podemos deshacernos fácilmente. Eso nos lo dice la memoria; ella hace que el pasado sea presente y, al evocarlo, nos brinda identidad, densidad histórica, nos hace ver que, de algún modo, somos ya “producto” de un quehacer anterior; y que por eso nuestra afirmada libertad se halla ya lastrada por la necesidad impuesta por lo que fue.
No obstante, ese estar en el tiempo también nos ilustra sobre lo que aún no hemos vivido; sobre el tiempo que no ha venido todavía y que, en algún momento, al ser destilado por el presente, se volverá pasado. Allí se abre para el hombre el terreno de lo posible, de lo aún no hecho, de lo impensado, de lo que podría asumir la categoría de realidad si, aceptando nuestro pasado, como “lugar” irrenunciable, orientamos nuestra voluntad a perseguir de un modo eficaz lo que queremos, pues si bien somos “productos”, también somos “productores”; “hemos-sido”, pero también “podemos-ser”; tributarios del pasado, somos, en cierta forma, “hacedores del provenir”.
¿Cómo podemos hacer más plena esta prerrogativa? Tomando conciencia del evanescente tiempo presente, asumiendo su veloz transcurrir y ejerciendo una memoria honesta para que desde ella nos propongamos alcanzar –desde nuestro aquí y ahora– un ser más pleno dentro de un mundo diferente y mejor, antes de volver a las manos del Creador.
Nos hallamos, desde luego, muy lejos de agotar esta cuestión pero pienso que la temporalidad, la historicidad, la limitada libertad, la capacidad de preguntar y de dar sentido a la conciencia de estar en un mundo con otros, todo ello se insinúa ya como un comienzo de respuesta –que no ha de ser teórica sino existencial y comprometida– a esa inagotable interrogación sobre nuestro propio ser. Hay, felizmente, hombres que nos enseñan el camino. Uno de ellos es el que motiva esta nota.
>>Fuente: La República