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Notas informativas 11 de diciembre de 2013

Y sin embargo nuestro sentido común nos dice que existen diferencias entre estos dos ciudadanos hipotéticos, miembros de dos estados reales. Las libertades, la calidad de vida, los niveles de equidad entre los ciudadanos, las garantías y los límites al poder entre ellos pueden ser abismales. ¿Cuál es la diferencia entonces? Esto nos lleva a las figuras centrales de todo este andamiaje institucional: la sociedad y el Estado. Si bien los derechos humanos comenzaron siendo un discurso moral que trataba de brindar al “nuevo mundo” de la post II Guerra Mundial un sentido ético de la política internacional, se fueron convirtiendo en instrumentos de creación de obligaciones de los que los gobernantes deberían hacer dentro de sus sociedades en relación a sus ciudadanos. Y los estados, progresivamente, fueron aceptando estos nuevos deberes asumiendo que hay temas sobre los cuáles ya no pueden decidir libremente qué hacer sino que deben regirse por ciertos estándares. Así por ejemplo, no basta con que los Estado provean de servicios de salud a sus ciudadanos y ciudadanas, sino que estos además deben ser accesibles económica y físicamente, y estar adaptados culturalmente según la región o localidad.

Desde el 2005, el Perú cuenta con un instrumento de política que transversaliza los derechos humanos como obligaciones en el accionar del estado, tanto del ejecutivo como principal ente operador de políticas, como en el resto del poderes y niveles del estado. Por primera vez, el conjunto de obligaciones internacionales asumidas por el estado peruano en el ámbito de los derechos, conversaban con el campo de la “política institucional real”. Es decir, serían de obligatorio cumplimiento para los diversos organismos del estado, lo que demandaba la adjudicación de competencias, recursos y desarrollo de capacidades para su realización en temas tan diversos como derechos sexuales de las mujeres, la libertad de expresión o el derecho a la educación. Sin embargo, durante el gobierno anterior nada de esto se hizo. Según un estudio hecho por el Centro de Política Pública Perú-Equidad, sólo el 15% de las actividades previstas se cumplieron satisfactoriamente, 44% de ellas de manera parcial y 40% no se cumplieron. Este Plan terminó su vigencia a finales del 2011, siendo tarea del actual gobierno la promulgación de uno nuevo. Dos años después, aún no tenemos un nuevo Plan de Derechos Humanos que le diga a los operadores del estado cómo su cartera de tareas y funciones está vinculada a los derechos de las personas.

Nos preguntamos entonces qué falta para que el Perú pueda hacer realidad todas las garantías, controles y reconocimientos que provienen de estas obligaciones. Tal vez salir del enfoque legalista sobre los derechos humanos nos de alguna pista. Como señala Vincenzo Ferrari, reconocido sociólogo del derecho, desde una perspectiva no legal tenemos que entender a los derechos humanos como cursos de acción social, orientaciones en las acciones que emprendemos con otros significativos. Es decir, y en términos sociológicos, los derechos humanos funcionan como una narración que guía nuestro comportamiento, tanto a nivel institucional como interpersonal, sean como valores, como creencias (morales) o como razones para hacer o dejar de hacer cosas.

Vale la pena preguntarnos si el estado, y las personas que actúan en él y cerca de él –que van desde las autoridades, los servidores y empleados públicos, y los grupos de presión que buscan transformarlo- tienen como guías de acción a los derechos humanos. Y si utilizan su capacidad de incidir en otros en esa dirección. Esto no implica por supuesto que todos los actores involucrados tengan la misma capacidad para tomar decisiones y menos aún, para imponer estos cursos de acción sobre otros. Ni que tengan las mismas responsabilidades éticas de llevarlas a la práctica. ¿Qué nos falta para llegar a ese convencimiento? No parece ser una cuestión de recursos (desde hace más de diez años la caja del estado peruano viene creciendo) tampoco de conocimiento “técnico” (cualquier maestro rural sabe perfectamente que tiene que adaptar su currículo nacional a los saberes y lenguas locales para mejorar sus aprendizajes). ¿Qué nos falta entonces? ¿Qué necesitan las altas esferas del gobierno nacional para aprobar el Plan Nacional de Derechos Humanos? ¿Qué para que los gobiernos regionales para implementar sus planes concertados con transparencia? ¿y para que los gobiernos locales para dejar de hacer cobros indebidos? Más allá de la clase política y sus características ideológicas vinculadas a un pasado de guerra que asocia derechos humanos a juicios y reparaciones en favor de las víctimas del conflicto que no siempre están dispuestas a asumir, lo cierto es que los compromisos y el cumplimiento de derechos humanos suponen un trabajo mucho más integral de racionalización del poder, de liderazgo y convicción de lo que tenemos. Eso implica modificar planes de desarrollo, políticas fiscales, objetivos estratégicos, proyectos institucionales y una nueva redistribución de recursos para garantizar igualdad , libertad, y la calidad de vida de las personas sin discriminación.

Mi impresión es que además de carecer (y mas allá de notables excepciones) de políticos y técnicos comprometidos con los derechos humanos, carecemos de una Sociedad (si, así, con mayúscula) de Derechos. Es decir, de un sentimiento y una filiación que va más allá de nuestro grupo social de referencia inmediata y que se identifica como un uno en aras a un proyecto común de mínimos. A nivel estructural, hablar de Sociedad nos lleva a la existencia de instituciones que den cauce de una manera más o menos equitativa, a las múltiples demandas del conjunto más amplio. De muchas maneras, el inicio de la Sociedad requiere división del trabajo, un mundo narrativo que de un sentido común a sus miembros para justificar y reproducir sus instituciones y un mínimo de coherencia en el aparato de dominación para mantener el orden. En ese sentido el futuro de los derechos humanos, como entidades técnico-legales para un ordenamiento público basado en la justicia, va de la mano con la transformación de la sociedad que asume esas reglas como suyas y que desde sus opciones políticas, confesionales o ideológicas se apropia del proyecto. Y esto es algo que cruza los diversos estratos sociales. La tarea sigue entonces pendiente para todos.

Escribe: Carmela Chávez, investigadora del IDEHPUCP