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Reseñas 23 de septiembre de 2025

Mariano Torcal y Eelco Harteveld (editores). Handbook of Affective Polarization. Edward Elgar Publishing, Handbooks in Political Science, 2025.[1]

El mundo vive desde hace años en un estado de aguda crispación. Esta se manifiesta en muchos ámbitos y entre ellos, de la manera más notoria, en la esfera de la política. La gente tiende a verse cada vez más como amiga o enemiga, como aliada o amenaza, y ese estado de ánimo determina su presencia en la sociedad, incluyendo de modo prominente sus preferencias electorales. Los candidatos a cargos públicos han entendido esa lógica y se han sumado a ella para aprovecharla. Círculo vicioso: las audiencias buscan a candidatos que les hablen como adalides para la guerra en las que se creen embarcadas; los candidatos azuzan ese sentimiento y terminan por competir entre ellos en intransigencia y propagación del odio. Gana el que promete aplastar al rival, aunque sea solamente mediante insultos y persecuciones judiciales. Las audiencias aplauden, se atrincheran en sus posiciones, sienten confirmadas sus razones para el odio del rival, y, de paso, se olvidan de exigirle a su candidato que gobierne con algún sentido de lo público, que rinda cuenta de sus actos.

Los estudiosos de la política aplicaron hace años a ese fenómeno el nombre de polarización y el término se ha hecho familiar en la discusión pública. Se trata de una conducta (o actitud) política consistente en colocarse en posiciones irreductibles, que se consideran en las antípodas de otras, y que hacen experimentar la política como una contradicción insoluble. Hay ciertas causas (demandas, ideales, nociones de lo que es públicamente bueno o justo) que sobresalen como resortes de la polarización: por ejemplo, el derecho al aborto o su prohibición absoluta, o todo lo relativo a identidades u orientaciones de género o sexuales. Pero, en realidad, esa polarización alrededor de causas no es la única que existe. A ella se ha sumado –si es que no la ha desplazado—otro tipo de oposición en la que está en juego algo más profundo y, por lo mismo, menos negociable, como es la identidad misma, la noción del lugar que una persona ocupa o cree o quiere ocupar en su sociedad. Es una polarización que pone en juego emociones y que alcanza ribetes existenciales: ser o no ser.

Esta última es denominada polarización afectiva y su efecto vastamente disruptivo sobre las democracias se está haciendo cada vez más notorio. No es difícil percibir que la emergencia de líderes autoritarios aclamados por sus sociedades es un resultado de este tipo de animosidad. El Handbook of Affective Polarization, editado recientemente por Mariano Torcal, de la Universidad Pompeu Fabra, y por Eeco Harteveld, de la Universidad de Ámsterdam,  ofrece en treinta capítulos elaborados por diversos autores un asedio exhaustivo al fenómeno, desde una discusión teórica o conceptual hasta una apreciación de sus efectos, pasando por estudios sobre sus orígenes, las formas de capturarlo científicamente, y la manera en que se viene presentando en diversas partes del mundo, entre otros temas.

El término polarización afectiva fue acuñado ya hace más de tres décadas por el politólogo Bradley Richardson en un artículo de 1991 titulado “European party loyalties revisited”. Desde entonces, el concepto ha hecho carrera. Aunque es una noción en constante evolución y con muchas aristas, Torcal y Harteveld la describen resumidamente como la tendencia de los individuos a favorecer al grupo del que se consideran militantes (ya sea en sentido partidario o en algún otro sentido político) y a albergar sentimientos negativos hacia los grupos opuestos. En el capítulo 2, Shanto Iyengar, de la Universidad de Stanford, y Markus Wagner, de la Universidad de Viena, precisarán que la polarización afectiva trasciende el desacuerdo sobre políticas de gobierno para abarcar, en realidad, respuestas afectivas hacia el grupo político propio y el grupo ajeno (“political in-groups and out-groups”). Esta precisión implica una diferencia clave con otra forma de polarización, tal vez anterior, que es la polarización ideológica. En esta se expresa un radical desacuerdo alrededor de causas (“issues”) o de políticas de gobierno. La polarización afectiva, que en realidad puede fermentarse a partir de la anterior, involucra identidades y afectos. Esto tiene una consecuencia básica y, al parecer, inevitable. Mientras la oposición se da alrededor de causas o demandas concretas, queda un espacio, aunque sea minúsculo, para la transacción. Los individuos pueden llegar a un acuerdo sobre la base de un cálculo de ganancias y pérdidas respecto de lo que desean o reclaman. Cuando la disputa es afectiva o identitaria deviene, por así decirlo, existencial. Solo cabe ganar o perder, ser o no ser: la concesión o la derrota son inaceptables y la victoria del opositor es sentida como un agravio personal y como una auténtica amenaza. Es corriente, por ejemplo, la expresión “defender nuestro modo de vida” como lema de un grupo polarizado afectivamente. En ese clima mental –y con esto ya nos salimos del pulcro y prudente lenguaje académico del Handbook—el candidato elegido ya no aparece solamente como una opción política, sino que termina por ser un salvador que está más allá de todo cuestionamiento. De ahí la estrecha vecindad entre polarización política y triunfo del populismo, incluso en sus formas más grotescas, que es advertida en diversos capítulos de la publicación.

Entre las fuentes de este fenómeno se puede mencionar, en primer lugar, ciertos mecanismos psicosociales. La militancia o adhesión a un grupo deja de ser principalmente instrumental y deviene expresiva. La opción grupal expresa quién es o quién quiere ser determinado individuo. Más que de conseguir algo, se trata de exclamar algo, de exhibir un rostro en la arena pública. De ahí la necesidad de extremar el discurso de cara a audiencias propias y ajenas. Tal vez no se ha hablado lo suficiente de cómo es que, en el desarrollo de este fenómeno, la retórica cobra vida propia y pasa de ser medio a ser fin y después pasa de ser fin a ser causa eficiente de la radicalización.  Esto converge con otra de las fuentes señaladas: las pautas cambiantes de la comunicación y de las interacciones personales –un tema en el que el papel de las redes sociales digitales es central. Se señala también el rol que tienen las formas de competencia política electoral contemporáneas, muy apoyadas en las campañas de denigración del oponente (campañas negativas) y en la retórica populista de los candidatos, que frecuentemente retratan al competidor como heraldos de la inmoralidad o del mal antes que como simples rivales.

Las consecuencias de la polarización afectiva son múltiples y, en general, corrosivas de la democracia. Sin embargo, tampoco se desconoce entre los diversos trabajos, y en la amplia bibliografía especializada en que se apoyan, que en ciertos casos esa polarización puede ser, más bien, un resorte para la defensa del orden democrático. Es decir, puede tener un efecto movilizador frente a regímenes autoritarios o frente a actores de origen democrático que una vez en el poder se dedican a destruir la institucionalidad y el Estado de Derecho –otro fenómeno político distintivo de nuestro tiempo. Nada de ello sonará extraño para el lector peruano.

Entre las consecuencias corrosivas de la polarización afectiva sobresalen las que analizan dos profesores de la Pontificia Universidad Católica del Perú, David Sulmont y José Incio, en el capítulo 24 titulado “Affective polarization, representation, and accountability”. Sulmont e Incio establecen, en primer lugar, la relación entre polarización afectiva y la tendencia al voto de rechazo o negación, es decir, la preferencia electoral no orientada por el apoyo a las propuestas de una candidatura sino por la intención de cerrar el paso a otra candidatura, eso que, mutatis mutandi, en el Perú conocemos como “el mal menor”. Ese voto por negación lleva a la larga a que los electores se encuentren menos inclinados a pedir cuentas a quien eligieron. Lo único que parecen haber deseado es que se impida el triunfo de la opción contraria, esa que amenaza su sentido de la realidad o su imaginación del mundo posible. (Hay que añadir que en algunos casos la protección buscada lo es solamente contra una amenaza simbólica; es decir, el vencedor puede imponer las políticas por las que se odiaba al derrotado sin que por ello su audiencia le de la espalda: lo que importaba, lo que se necesitaba evitar, pertenecía al orden de lo simbólico, por ejemplo, al de la identificación étnica, no al de la agenda pública). El correlato de esto, también señalado por Sulmont e Incio, es que la autoridad elegida en esos términos no ha recibido, por lo tanto, un mandato claro, concreto, por el cual tenga que responder. La rendición de cuentas se debilita no solo porque el electorado se olvida de ella sino también, porque, para empezar, no hubo ningún compromiso específico sobre el cual responder. “Si bien la polarización afectiva puede estimular la participación política –dicen los autores–, existe la preocupación de que lo haga de una forma que reduce la rendición de cuentas en vez de fortalecerla”.

El problema de la polarización afectiva nace de adhesiones partidarias que, en algún momento, por los factores mencionados arriba, se transmutan en piezas centrales de identidad individual y grupal. Eso plantea una interrogante particular para América Latina, donde el fenómeno se da la mano con sistemas partidarios históricamente frágiles y hoy particularmente volátiles. El tema es abordado en el capítulo 9, “Affective polarization in Latin America”, por Juan A. Moraes, de la Universidad de la República (Uruguay), y Sergio Béjar, de CIDE-México, quienes remiten el fenómeno a la presencia de caudillos, en vez de partidos, y a la gravitación de las diferencias sociales (que en varios países de la región, como se sabe, no son solamente socioeconómicas, sino también étnicas). Dicen Moraes y Béjar que “en países donde los partidos son con frecuencia capturados como vehículos electorales por líderes personalistas sin intenciones de construir una organización partidaria, son más altos los niveles de polarización alrededor de un líder, lo cual revela una fuente alternativa de polarización afectiva en la región”. No es ajena a esta dinámica, como también es señalado por los autores, esa forma de la sensibilidad política latinoamericana que es el “antipartidismo”, que en el Perú fue lanzada por el fujimorismo como rechazo a la “partidocracia”.

La polarización afectiva se presenta hoy en la región, y en el mundo, como una tendencia en ebullición. Todos los factores que la impulsan, desde los mecanismos psicosociales de afirmación de identidades hasta el descrédito de la forma de representación política tradicionalmente centrada en partidos políticos, están lejos de desaparecer. Y quizá la única fuente de mitigación del fenómeno que cabe esperar es que los diversos públicos, tanto los ocasionales vencedores como los transitorios perdedores en estas contiendas de identidades heridas, descubran que todo ello no hace sino fomentar tendencias autodestructivas en cada sociedad, por ejemplo en la forma de divisionismo social, parálisis frente al cambio climático y desastres sanitarios como el Covid-19, y carta blanca para la corrupción de cada salvador de turno.

(*) Investigador del IDEHPUCP.