No es exagerado ni es tampoco novedoso hablar de una crisis de la política en nuestro país. Esa noción —la de una política en crisis— no es fácil de definir y, con seguridad, admite más de una acepción. (Xanax) Pero detrás de ella existe una sensación muy real, un cierto malestar, una recurrente decepción y, por consiguiente, un desapego creciente de los ciudadanos respecto de las instituciones públicas.
Hay quienes explican esa crisis por la inexistencia de un sistema de partidos políticos duradero y más o menos ordenado. No les falta razón. Otros, con igual buen sentido, entienden que cierto fundamentalismo de mercado ha terminado por corroer a las funciones estatales y por desnaturalizar su compromiso con el bienestar ciudadano. Una cierta privatización de lo público –ostensible, por ejemplo, en el ámbito de la seguridad—habría terminado por degradar la política o, en todo caso, por hacerla parecer prescindible.
Sin detrimento de esos y otros factores, es fundamental considerar, también, la dimensión ética de esta suerte de descomposición de la política, es decir, la separación cada vez mayor entre la aspiración a la función pública y su ejercicio, por un lado, y un conjunto de valores que le permitan trascender a la sola búsqueda de poder o influencia, por el otro lado.
El conjunto de valores al que me refiero puede ser sintetizado en la idea de civismo. La cultura cívica es aquella que alimenta a la política de una cierta ética pública; está orientada a conservar, aun en ese dominio en apariencia puramente estratégico del poder, la discusión acerca de los fines colectivos, la preocupación por el bienestar general, el vínculo entre nuestra existencia individual y nuestra comunidad, la conciencia de nuestros compromisos con nuestros conciudadanos. Para muchos, equivocadamente, esa ética pública aparece como un atributo propio de la sociedad civil y, en cierto modo, ajeno o al menos no central en la esfera del Estado.
Se trata de un enorme y deplorable error que en el Perú, por desgracia, ha hecho buena carrera de la mano con otros fenómenos como la crisis de los partidos y el surgimiento de la política de independientes. Se ha llegado a pensar que la civilidad es una orientación de valores que, a lo sumo, sirve para alimentar buenas intenciones, pero no para el gobierno de la sociedad. Algunos diarios y sectores ideológicos, cabe recordar, hicieron del término “cívico” un insulto en los últimos años del fujimorismo, y no es insólito que alguna autoridad política afirme sin rubor que el cargo público es un espacio para ganar dinero como cualquier otro.
En el rechazo a la actual alcaldesa de Lima se deja traslucir algo de ese extravío. Es una gestión que ha querido recuperar la noción de la política como servicio aun a costa de la impopularidad entre sectores afectados por las necesarias reformas. Y está pagando un precio alto por ello. Lo que enfrentamos en estas semanas es la distancia entre política y civismo en el país y la duda acerca de si podremos reunir esos dos términos que nunca debieron separarse.