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Notas informativas 26 de septiembre de 2023

Parte del archivo fotográfico de las siguientes organizaciones: Editora Novolexis S.A.C Revista Caretas, Compañia Latinoamericana de Radio Difusión, Panamericana Televisión S.A. Canal 5, Instituto Nacional de Radio y Televisión Canal 7, Hemeroteca Nacional del Perú

Por María Eugenia Ulfe (*)

Cuando explico qué es la memoria siempre comienzo señalando que esta va a contracorriente. Se recuerda lo que ocurrió, aquello que dejó marcas en nuestros cuerpos, en nuestros espíritus, en nuestros pueblos. Se trata de marcas que nunca se van. Podemos dejarlas de lado para conducir los destinos de nuestras vidas, pero ellas permanecen latentes y emergen cuando son activadas por algo, un aroma, un sonido, un objeto, una imagen. Entonces vienen de atrás para actuar en nuestro presente y para ayudarnos a vislumbrar el futuro. Si pensásemos en términos de nuestros ojos y la forma como funciona la visión, podríamos decir que esas marcan son los lentes que llevamos puestos, que nos avisan dónde mirar, qué mirar, o advertirnos hacia dónde no avanzar.  

Los tiempos de la memoria no son estos. El liberalismo voraz de nuestros días nos privó del dolor para volverlo un instrumento de compra y venta, nos dejó sin arraigo ni comunidad. Sus mandatos individualistas en extremo, su demanda de un sacrificio necesario, de un esfuerzo, para triunfar, desarticularon las bases de solidaridad que acompañan las tramas con las cuales se forman los recuerdos como prácticas sociales. Nos arrancaron la verdad para ponerla en duda e incluso para falsearla; se llevaron la historia para intentar hacer de ella un libro de historieta mal contada con fondos públicos, como es la Constitución Política del Perú para escolares editada hace poco por el Fondo Editorial del Congreso de la República del Perú. Pero “la historia es siempre contemporánea, es decir, política” (Gramsci citado por Enzo Traverso [1]). Es decir, que aquello que se puede periodizar o aislar como un evento o acontecimiento, en realidad tiene ramas extensas que difícilmente se cortan. Esa historia que se quiere disimular (o suprimir) muestra cuán profundamente autoritario, racista y desigual es el Perú. 

¿Por qué los más de diecisiete mil testimonios, las audiencias públicas, tantas imágenes como las de Yuyanapaq y los nueve tomos del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) no han logrado siquiera conmover? ¿Cómo darle sentido a ese 61% que responde no saber nada sobre la CVR en la encuesta del IEP [2] de agosto de 2023? Peor, aún, ¿cómo entender que, de los que dijeron sí conocer a la CVR (38%), casi la mitad (42%) dijera que su labor fue negativa? ¿En qué momento dejamos de estremecernos por la verdad fáctica? No importa que los hechos se cuenten como tales. Desde la transición del 2000, varios gobiernos que han mantenido viva la cultura política fujimorista, comenzando con el de García, lograron desarticular esa importante cadena de transmisión que es la escuela. Y sabemos que sin pedagogía de memoria no se puede educar sobre lo que sucedió en nuestro país entre 1980 y 2000.  No solo eso. Podríamos también señalar las distintas campañas desde de el mismo Congreso de la República, como la de Terrorismo Nunca Más [3], facilitadas en parte por el discurso centrado en la víctima (como sostiene Elizabeth Jelin [4]) que conduce a que otras memorias –sí, esas que no necesariamente nos gusta escuchar– emerjan en el tablero de ajedrez. Ahí nos encontramos con las memorias de militares que han cometido crímenes sistemáticos a los derechos humanos diciendo que también tienen memorias, empresarios para quienes todo es terrorismo, exmilitantes senderistas para quienes todo es revisionismo y fujimoristas buscando limpiar a su líder de tantas violaciones a los derechos humanos. Hay también algo en la forma como nos hemos acercado al tema que es necesario revisar, y también cabe señalar que, sin compromisos políticos, sin partidos políticos que asuman el legado de la CVR, tampoco se avanza.  

Entonces, si bien existen esas restricciones de contexto, es necesario hacer una autocrítica sobre la forma en que hemos venido impulsando la memoria. Mostrar, por ejemplo, que antes de que se abriera el espacio museográfico, el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social empezó a funcionar como un nuevo centro cultural. Es decir, fue concebido como un espacio cultural para un sector social particular, dada su ubicación en Miraflores, antes que como un lugar en el que se pudiera discutir sobre el pasado reciente.  También podríamos considerar, como hace Hibbett [5] (p. 177), cómo la estructura social peruana tan cruelmente expresada en el periodo de violencia (por ejemplo, observando quiénes fueron más afectados) se repitió en la forma que tuvo la exposición de Yuyanapaq -por cierto, esta fue la única palabra quechua en una exposición que mostraba un grueso de población quechua hablante como víctima. Finalmente, hay que señalar que en esa misma encuesta del IEP el 38% que responde conocer sobre la CVR proviene de Lima metropolitana (43%) y el Perú urbano (39%), son mayormente población de 40 años y más, y se ubica en los sectores socioeconómicos A/B (62%) y C (42%). Hay una clara expresión centralizada, citadina o urbana y de ciertos sectores socioeconómicos. Es cierto que una de las grandes transformaciones sociopolíticas de las últimas décadas es el paso de ser una sociedad eminentemente rural a una urbana. Son cambios que se derivan de olas migratorias, discursos sobre progreso y movilidad social, y también desplazamientos forzados por la violencia. Pero, aun así, estos cambios no explican suficientemente estos datos sobre los segmentos sociales estratificados que conocen algo sobre la CVR.  Pareciera, más bien, que es una historia política contada bajo características que reproducen la cultura política del país -y sin maquillaje. 

Vale recordar, solo como contraste, que el Informe final de la CVR presentó un perfil de víctima que era mayoritariamente masculina, quechuahablante o hablante de una lengua originaria y de entre 16 y 49 años. La generación que recuerda, siguiendo la encuesta del IEP, parece ser descrita como la inmediatamente posterior, es decir, aquella que vivió la guerra en su niñez. Entonces, ¿qué recuerdan quiénes vinieron después? ¿Qué van a recordar quiénes vendrán aún después de ellos? ¿Cómo haremos para dejar que las nuevas generaciones construyan sus propias memorias de este pasado que nos ha dejado tan profundas heridas?  La memoria es un derecho y un deber. La memoria es el derecho de crear los medios para que las futuras generaciones puedan contar sus recuerdos, puedan tener recuerdos de ese pasado doloroso y, sobre todo, acceder a procesos justos de recuperación de verdad y justicia. Pero a ese derecho de la memoria lo acompaña el deber de no mancharla o negar que existió.

(*) Profesora principal del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP.


[1] Modonesi, M. (2008). Historia, memoria y política. Entrevista con Enzo Traverso. Andamios 4(8). 

[4] Mesa Retos contemporáneos para hacer memoria en Latinoamérica. Seminario Flujos de Memorias. 21 de septiembre de 2023. 

[5] Hibbett, A. (2023). Las implicancias sociopolíticas de Yuyanapaq. Argumentos4(1). https://doi.org/10.46476/ra.v4i1.159