Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
8 de febrero de 2022

Por: David Torres Pachas [1]

Para comprender el fenómeno de la corrupción, Robert Klitgaard plantea la fórmula según la cual: Corrupción (C) = Monopolio de la decisión (M) + D (Discrecionalidad) – A (Rendición de cuentas). De esta manera, “cuanto más reducido sea el grupo de actores de quienes depende la decisión sobre el asunto en cuestión (monopolio), cuanto mayor sea el margen de discrecionalidad del que dispongan tales actores para tomar su decisión y, por último, cuantos menos o más ineficientes sean los controles sobre los agentes que toman la decisión, mayor será la probabilidad de que surja la corrupción” (Jiménez, 2014, p.156).

Así, la corrupción se explicaría como el producto de tres factores: i) la oportunidad (a partir del monopolio y discrecionalidad de la toma de decisión sin control), ii) el beneficio (que pudiera obtenerse de la decisión corrupta) y iii) el riesgo (de ser descubierto y sancionado) (Argandoña, 2007). En esa línea, el agente corrupto buscará que se incremente el ámbito de discrecionalidad (a través de la implementación de reglas poco transparentes) o reduciendo las posibilidades de investigación (no sometiendo su actividad a auditorías, por ejemplo) (Argandoña, 2007).

Por otro lado, existen factores adicionales que influyen en el desarrollo de la corrupción como el hecho de que el sistema de administración de justicia y agencias anticorrupción actúen ineficazmente; la falta de tipificación de ciertas conductas; las denominadas “puertas giratorias” o la no recuperación de activos derivados de actos de corrupción (Malem, 2016). En este último caso, se incluye también la actividad de la delincuencia organizada y el blanqueo de activos a través de diferentes actividades como el aporte a campañas políticas (Vázquez, 2011). A todo esto se suman factores sociales e históricos “que han determinado que los funcionarios públicos perciban al Estado como un botín a conquistar y aprovechable, prescindiendo de las normas y reglas establecidas” (Montoya, 2007) o de la “distribución política del poder en la administración pública de forma intolerablemente concentrada, discrecional y sin ejercicio transparente del mismo” (Montoya, 2007).

De esta manera, se dice que la corrupción es un fenómeno que siempre estará presente (Nieto, 2004) pero que “no se ve” (o no quiere verse), por lo que habrá quienes prefieran no reconocer su existencia o menos aun realizar esfuerzos en contra de ella (Matellanes, 2012). Y ello porque muchas veces la corrupción tiene respaldo social y desarrolla códigos, y es tolerada y admitida por la propia sociedad (Rodríguez, 2004). En tanto que las conductas de corrupción representan beneficios personales, particulares o la posible satisfacción de una necesidad, se puede llegar a considerar que son conductas que cualquiera en la misma situación realizaría, dejando entrever que no se puede hacer nada frente a la corrupción (Matellanes, 2012).

«El poder es efímero, transitorio, provisional, mientras que las influencias pueden conservarse, mantenerse y fortalecerse conforme se extiende al campo de acción de la red a la que se pertenezca».

Debemos reconocer que la corrupción es un fenómeno que se construye sobre relaciones sociales (Arellano, 2017), y desde ahí apreciar que puede ser entendida como la realización de conductas conforme a ciertas reglas y dinámicas que van a regir ese fenómeno. Se trataría de reglas que construyen una nueva normalidad (Arellano, 2017). Al ser así, se entiende por qué la corrupción deviene una práctica aceptada por las personas, y es que “si la gente no imagina la posibilidad de una gobernabilidad no corrupta, entonces la corrupción permanece naturalizada como un conjunto de prácticas demasiado implicadas en nuestra vida social como para ser controladas” (Portocarrero, 2005, p.129).

Estas dinámicas de socialización, en su expresión más inicial, y aunque con menor alcance, tienen repercusión en la sociedad, pues difunden una cultura de corrupción, instalándola, y presentándola como una alternativa quizás más eficaz para la satisfacción de los intereses generales. A su vez provoca el desinterés y desconfianza en las instituciones del Estado, que perderá credibilidad ante la fuerza y garantía del esquema de corrupción. Asimismo, cuando estas se extienden, van a tener su máxima expresión con el establecimiento de redes de corrupción y de intereses que van a infiltrarse en las instituciones públicas. Ya en ese nivel, pueden construir una estructura, un sistema paralelo y alternativo a la Administración Pública formalmente reconocida. Desde aquí, la ciudadanía tendría un nuevo esquema con reglas distintas a las establecidas por el ordenamiento jurídico para la satisfacción y ejercicio de sus derechos.

Lo peligroso de lo dicho anteriormente es que desde esta nueva estructura conformada por redes de corrupción se va a incidir sobre el desarrollo de las decisiones públicas, dejando de lado los procedimientos formales reconocidos y el interés público que debe primar en cualquier resolución. Con ello, el proceso de toma de decisiones públicas se trastoca para el beneficio de unos pocos. Es esa capacidad de incidencia y reformulación de lo público lo que compone una nueva forma de poder.

Cabe señalar que no necesariamente nos referimos a un poder formal. También se puede tratar de otras manifestaciones de poder; en particular, de aquella referida a la capacidad de influencia sobre centros de decisión (funcionarios públicos) a partir de una posición favorable o de ascendencia sobre aquellos. Y ello porque el poder formal estaría restringido a los funcionarios públicos y además se encuentra limitado temporalmente. En esa línea, el poder es efímero, transitorio, provisional, mientras que las influencias pueden conservarse, mantenerse y fortalecerse conforme se extiende al campo de acción de la red a la que se pertenezca. Ello es lo que lleva a que las personas opten por la dinámica de redes de influencias, porque “tener influencia, encontrarse próximo a las autoridades, estar en situación de hablar con un amigo para facilitar un trámite o para conseguir una decisión favorable, son características personales que se aprecian y que acrecientan la influencia de sus portadores” (Cury, 1996, p.99).

Lo anterior lleva a preguntarse si atacar al grupo de personas que conforman una red puede acabar o no con este sistema paralelo de satisfacción de intereses. Este sistema paralelo, al fin y al cabo, va a permanecer, y su actividad se va a reconstruir y va a evolucionar con nuevos agentes. Por tanto, no importará quiénes formen parte de una red de corrupción en un determinado momento, ya que el sistema o la dinámica permanecerá incólume en el tiempo. Como podemos apreciar, este fenómeno es peligroso y nocivo, siendo en el fondo el síntoma de una enfermedad mucho más grave que se inserta en nuestras instituciones, se normaliza y genera problemas en distintos ámbitos para nuestra sociedad (Queralt, 2016).

 Referencias bibliográficas

  • Arellano Gault, D. (2017). Corrupción como proceso organizacional: comprendiendo la lógica de la desnormalización de la corrupción. Contaduría y Administración, 62 (3), 810-826.
  • Argandoña, A. (2007). La corrupción y las empresas. IESE Occasional Paper,7 (21).
  • Cury, E. (1996). Notas sobre el tráfico de influencias. Revista de ciencia política – Instituto de Ciencia Política, (XVIII), 99-104.
  • Jiménez, F. (2014). La trampa política: la corrupción como problema de acción colectiva. En E. Pastor, G. Tamez, K. Sáez (Ed.), Gobernabilidad, ciudadanía y democracia participativa: análisis comparado España-México. Dikinson.
  • Malem, J. (2016). La corrupción. Algunas consideraciones conceptuales y contextuales. V.A.P, (104-II), 25-41.
  • Matellanes, N. (2012). El delito de cohecho de funcionarios nacionales en el código penal español: condicionantes internacionales y principales aspectos de su nueva regulación”. En: E. Fabián, M. Ontiveros, N. Rodríguez (Ed.). El Derecho Penal y la Política Criminal Frente a la Corrupción. (Primera Edición, pp. 251-280). Ubijus – INACIPE.
  • Montoya, Y. (2007). Sobre la corrupción en el Perú. Algunas notas sobre sus características, causas, consecuencias y estrategias para enfrentarla. Páginas: Centro de estudios y publicaciones, 32 (205), 32-45.
  • Nieto, F. (2004). Desmitificando la corrupción en América Latina. Nueva Sociedad, (194), 55-68.
  • Portocarrero, G. (2005). La sociedad de cómplices como causa del (des)orden social en el Perú. En: O. Ugarteche GARTECHE, Óscar. (Comp.). Vicios Públicos. Poder y corrupción. Fondo De Cultura Económica.
  • Queralt, J. (2016). Public compliance y corrupción: análisis conceptual y propuestas. Revista Internacional Transparencia e Integridad, (2).
  • Rodríguez, L. (2004). Delimitación del concepto penal de corrupción. Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, (XXV), 339-359.
  • Vásquez, C. (2011). Extensión y tendencias de los delitos de corrupción. Fiabilidad de los instrumentos de medición de la corrupción. Revista de Derecho Penal y Criminología, 3 (6), 361-408.

[1] Investigador de la Línea Anticorrupción del Idehpucp.