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9 de junio de 2020

Escribe: Valeria Reyes [1]

George Floyd es probablemente el nombre que más ha resonado en estos últimos días a nivel mundial, tal vez incluso más que el COVID-19. Pese a no tratarse de un caso aislado de violencia contra una persona afroamericana en Estados Unidos a manos de la policía, puede que sí sea una de las pocas ocasiones en que hemos podido observar por 8 minutos y 46 segundos cómo una persona negra suplica compasión mientras un oficial blanco se lleva los últimos momentos de su vida ahogándolo al presionar su rodilla contra su cuello.

Este video nos ha hecho notar que la pandemia del COVID-19 no es la única amenaza vigente contra nuestras vidas, y hablo de “nuestras” porque – como mucho se ha argumentado ya – la sociedad peruana adolece del mismo mal. El racismo, tras siglos de práctica, ha logrado enquistarse en las estructuras sociales dando origen a un sistema en el que muchas de sus manifestaciones son ignoradas o hasta justificadas. La gran victoria de este racismo institucionalizado ha sido hacer pasar por “normales” prácticas que limitan, denigran, segregan y hasta asesinan a las personas racializadas.

Cada cierto tiempo se enciende el debate en medios debido a algún acontecimiento que levanta opiniones divididas entre lo que sí es y lo que no es racismo en el Perú. Recordemos, por ejemplo, el lanzamiento de un spot publicitario que representa a las personas afrodescendientes como desordenadas o antihigiénicas, o las declaraciones de un periodista deportivo que se refiere a las personas de provincia, como “torpes y sin nivel”. Sin ánimos de desconocer la gravedad de estos actos de discriminación, debemos hacer visible que el racismo en nuestro país es mucho más complejo y tiene un impacto nefasto a nivel socioeconómico en la vida de miles de personas.

«Las personas racializadas que sufren mayores desventajas a nivel socioeconómico no son víctimas de la mala suerte o de su poco esfuerzo, sino de un sistema que se ha construido sobre una base discriminatoria que las rodea de barreras para alcanzar su pleno desarrollo.»

Datos oficiales demuestran, por ejemplo, que solo el 12% de la población afroperuana concluye estudios superiores, mientras que el 30% no va más allá de la educación primaria, ubicándose como una de las posibles causas de deserción la ausencia de una educación intercultural[2]. Al concluir estudios superiores, la población afrodescendiente tiene 38% menos probabilidades que las personas blancas de recibir una respuesta frente a sus postulaciones para puestos profesionales. Incluso hoy en día, solo el 4.6% de los puestos científicos, profesionales o intelectuales a nivel nacional son ocupados por afroperuanos o afroperuanas[3]. En tanto la mayoría de afrodescendientes es empleado finalmente en posiciones no calificadas o trabajos independientes, sus ingresos son menores, lo que impacta negativamente sus condiciones de vida y la satisfacción de necesidades básicas. Alrededor del 90% de esta población tiene ingresos por hogar que superan por poco el salario mínimo vital[4].

Nada de esto es una coincidencia. Las personas racializadas que sufren mayores desventajas a nivel socioeconómico no son víctimas de la mala suerte o de su poco esfuerzo, sino de un sistema que se ha construido sobre una base discriminatoria que las rodea de barreras para alcanzar su pleno desarrollo. Los más escépticos podrán sacar el as de la manga y citar el ejemplo del peruano que pese a su origen campesino se educó en Standford y llegó a ser presidente del Perú, pero esto no es más que una excepción y, por más plausible que sea – pese al triste desenlace que todos conocemos –, no puede ser el paradigma en función al cual leemos la realidad de nuestro país.

La muerte de Floyd en Minneapolis ha generado olas masivas de solidaridad a través de las redes sociales. Hashtags, ilustraciones, videos de activistas y hasta el famoso post negro durante el Blackout Tuesday han sido compartidos miles de veces en diferentes plataformas. Si bien el gesto solidario es algo que merece destacarse, estaremos frente a un gesto vacío si no se traduce en un ejercicio de auto-interpelación. ¿Qué tipo de conductas estoy reproduciendo que alimentan este sistema racista? ¿qué tipo de realidades estamos normalizando que perpetúan y fortalecen las barreras que enfrentan las personas históricamente discriminadas para disfrutar de sus derechos humanos?

Innumerables voces se han unido al grito del Black Lives Matter (las vidas negras importan). No hay mayor verdad, las vidas negras importan, pero la realidad que motiva tener que gritarlo a viva voz, con los ojos llenos de lágrimas y con las piernas temblando, es que el racismo es hoy en día la norma. Las vidas negras y – aterrizando la problemática a nuestro país – las quechuas, las aymaras, las nativas importan no solo cuando enfrentan el riesgo de ser arrebatadas; estas vidas importan en tanto sean vidas dignas. Igualdad y no discriminación, integridad física y moral, y dignidad, son derechos humanos que no deben ser pasados por alto cuando reflexionamos sobre Black Lives Matter.

Aun cuando muchas de las decisiones y acciones a ser tomadas para garantizar el disfrute de estos derechos recaen sobre las autoridades nacionales, no debemos olvidar que cada uno de nosotros, ciudadanos, signatarios de este contrato social que nos congrega en esta sociedad peruana, tenemos que cumplir también con el compromiso a largo plazo de respetar y hacer respetar los derechos humanos de las personas racializadas. ¿Será este momento de desestabilización el que nos lleve finalmente a decidir comprarnos el pleito?


[1] Abogada por la PUCP. Master en Justicia Transicional, Derechos Humanos y Estado de Derecho por la Geneva Academy of International Humanitarian Law and Human Rights. vreyes@pucp.pe
[2] CADE y Ministerio de Cultura. Estudio Especializado sobre Población Afroperuana. https://centroderecursos.cultura.pe/sites/default/files/rb/pdf/mincu_eepa_final_12.08.pdf
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.