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Reseñas 17 de diciembre de 2024

Portocarrero, Gonzalo. Rostros criollos del mal. Cultura y transgresión en la sociedad peruana. Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2004.

El deceso de Alberto Fujimori y las indebidas y cortesanas exequias que le dispensó el gobierno han motivado en las últimas semanas una diversidad de coloquios y conferencias sobre el fujimorismo de los años 1990 y sus secuelas. La tónica dominante de esos encuentros ha sido revisitar las estrategias de control autoritario, corrupción y represión criminal de dicho gobierno, y señalar cómo las prácticas delictivas de entonces subsisten hoy en día. Menos presente ha estado la pregunta acerca de cómo es que todo aquello fue posible desde una óptica sociológica; es decir, en qué medida se puede decir que ciertos rasgos de la sociedad peruana –orden social o estructura—sustentaron a esa experiencia autoritaria y en qué sentido esta habría sido un reflejo del Perú realmente existente.

A preguntas como esas dedicó Gonzalo Portocarrero uno de sus libros más creativos e incitantes, Rostros criollos del mal, publicado en el año 2004. Ahora que hemos conmemorado un lustro de la desaparición de su autor y que ese libro ha cumplido dos décadas, resulta oportuno y necesario regresar a él en busca de pistas de lectura para este presente crítico, de autoritarismo renovado, que parecía, de manera inverosímil, profetizado entre sus razonamientos.

Rostros criollos del mal no es, en sentido estricto, un libro sobre el fujimorismo, aunque uno de sus capítulos principales se ocupe de descifrar a la figura de Montesinos, que bien puede ser considerado una sinécdoque del régimen. Su tema general es la presencia del mal –la tendencia a hacer daño, la proclividad a la destrucción de la convivencia—en la vida peruana. Pero sus capítulos aparecen, evidentemente, compuestos bajo los efectos del estupor que causaban la corrupción y la criminalidad desembozadas de ese gobierno. Así, mientras todo ello era discutido pertinentemente desde el derecho penal y la ciencia política, Portocarrero buscaba respuestas complementarias y más cercanas a la raíz del problema desde la sociología cultural, es decir, preguntándose de qué modo las prácticas sociales, políticas, institucionales están sostenidas sobre esa trama de representaciones, ideas, símbolos, metas, fantasías y valores colectivos que solemos llamar cultura, y se explican por medio de ella.

La respuesta que ofrece Gonzalo Portocarrero puede ser formulada de este modo: los comportamientos egoístas que predominan en la convivencia social peruana a escala individual y a escala colectiva e institucional, surgen de una continua tendencia a la transgresión de la norma. Esa transgresión es generalizada debido a que el orden al que la norma deber servir no es legítimo. Desde la abolición del régimen colonial, no se ha conseguido instaurar un orden social convocante que conquiste la adhesión de toda la colectividad, de manera que el acatamiento de la norma sea visto como algo bueno (y conveniente) en sí mismo. En ausencia de esa legitimidad del orden y sus normas, los sujetos desarrollan una y otra vez tácticas destinadas a burlarlos para asegurarse el provecho propio. Se generaliza, así, un régimen de transgresiones indefinidas. Pero esa transgresión no es nunca un desafío del orden establecido –no es una protesta pública, no es realizada en nombre de una ética—sino, a lo sumo, una picaresca (esta no es palabra del autor). Así, es una transgresión que desordena, pero no desestabiliza, que no tiende a una transformación del estado de cosas, sino a un permanente disimulo y también a una tolerancia entre transgresor y transgresor mientras eso sea provechoso. El Perú deviene, así, una sociedad de cómplices (p. 138). A falta de lealtad general o abstracta hacia la cosa pública, surge un pacto de mutua permisividad. Pero este no puede ser estable ni puede generar un orden social, pues resulta obvio que, en una sociedad donde los sujetos asumen que todo está permitido, todo el mundo es víctima potencial de la transgresión ajena. Se produce, así, una paradoja circular: por no aceptarse la validez de una normatividad abstracta, es decir, de una autoridad impersonal de valor universal, la sociedad de cómplices vive en un estado de zozobra permanente –la situación actual de los transportistas sometidos a una ola de extorsiones podría ser un buen ejemplo de esto– y termina por añorar un amo que la proteja y que la gobierne. Ese “deseo de un amo” (p. 229) es el terreno donde germina el dictador. Este es el transgresor en jefe, alguien que se impone a los demás por encima de la ley y frente a quien la sociedad tendrá una fundamental ambigüedad: repudiará su transgresión, su abuso, al tiempo que no podrá dejar de reconocer en ella un modelo de identidad, un modo de ser social compartido por todos. 

Desde luego, no hay que tomar esta interpretación de la mecánica social –que explicaría, entre otras cosas, la implantación y la duración del fujimorismo en los 90—como una hipótesis excluyente de cualquier otra. Toda realidad social obedece a múltiples causas, y el fujimorismo en cuanto régimen podría ser explicado también en términos puramente pragmáticos: como un encadenamiento de compromisos e intereses organizado desde la cúspide del poder, desde la cual se reparte beneficios hacia abajo, hasta cierto nivel de gente en capacidad de tomar decisiones (esto incluye a autoridades, militares, empresariado y algunos sectores gremiales). Más abajo queda la sociedad desorganizada, segmentada y con poca capacidad de actuar colectivamente: el proverbial triángulo sin base que describió el sociólogo Julio Cotler. Pero si la mecánica de los intereses tiene fuerza explicativa, siempre necesitará un plano de explicación adicional en el que se pueda entender no solo por qué el fenómeno se produce en un momento determinado, sino también por qué se reproduce a lo largo del tiempo. 

La interpretación que ofrecía Rostros criollos del mal tenía la ventaja de invitar a pensar en la reproducción del autoritarismo y de la corrupción sin apelar a una improbable esencia colectiva ni a un programa historicista (como, por ejemplo, la tesis de la herencia colonial), sino a un estado de conciencia contemporáneo. Gonzalo Portocarrero hablaba de tres “posiciones de enunciación (…) desde donde se elaboran juicios morales” (p. 104). Tal vez podría hablarse, también, de tres modelos de identidad. Estos son, según la clasificación ofrecida, los modelos “moralista”, “contestatario” y “cínico”. Este último es aquel donde, bajo la excusa del pragmatismo, el individuo se da licencia para sortear toda normatividad legal o moral y, como dice reiteradamente el autor repitiendo a Jacques Lacan, “solo cree en su goce”, es decir, en su provecho, satisfacción y disfrute personal. El caso emblemático de esto, en la experiencia autoritaria de los años 90, es Vladimiro Montesinos, cuya enrevesada “ética” es descifrada por Portocarrero: es la ética del simulacro, un modelo de identidad en el que el individuo invocando su necesidad o su mérito o su presunta vocación de sacrificio por el bien común (desde sostener a la familia hasta salvar a la patria del comunismo) se autodeclara con derecho a todo y no reconoce derechos a nadie.

Ahora bien, si Montesinos –y hay que insistir en que Montesinos es, a fin de cuentas, una metonimia del régimen fujimorista por entero— representa la imagen exacerbada del cinismo en la vida pública, este modelo de identidad está ampliamente difundido en la sociedad, aunque a una escala más modesta, lejana de la sensación de omnipotencia. Pero no existe –hay que insistir en esto— como manifestación de una esencia, sino como contraparte cultural de una cierta estructura social cuyo rasgo más prominente es el ser jerárquica. Hay que entender por jerárquica una organización social donde no solamente existe desigualdad –lo cual es un fenómeno universal, en realidad—sino donde esta desigualdad es socialmente reconocida y donde la inferioridad y la superioridad son consideradas rasgos inherentes a las personas. Es en esa sociedad jerárquica –y aquí Rostros criollos del mal entra en un rápido diálogo con el pensamiento sobre lo poscolonial—donde, en primer lugar, se hace difícil la gestación de “una religión cívica, un marco valorativo e institucional en que todos estemos integrados” (p. 285), y donde, como resultado de lo anterior, las normas legales y de otro tipo quedan siempre en suspenso, como deber optativo y frecuentemente como estorbo.

Pero en una interpretación como la que ofrecía Gonzalo Portocarrero el problema siempre será explicar la reproducción de un orden social sin caer en el historicismo, sin ceder a una suerte de metafísica de la cultura. Vale la pena, por eso, remarcar la secuencia que plantea Rostros criollos del mal: la República proclama la igualdad universal, pero en la práctica mantiene y hasta radicaliza la promesa colonial, esto es, la desigualdad institucionalizada y legitimada (sociedad jerárquica); esto bloquea la gestación de un orden donde las normas sean vistas como un bien público que convoque la lealtad de todos; por ello, los individuos desarrollan, más bien, estrategias transgresoras dirigidas exclusivamente al beneficio propio; eso mantiene ad infinitum el escepticismo ante lo público, cualquier sentido de lealtad abstracta; y así termina sedimentándose un modelo de identidad en el que predomina lo cínico, la consagración de toda vida social a la maximización del propio «goce».

Reconocida esta secuencia, es obligado replantearse la pregunta acerca de cuál es el papel del fujimorismo en todo esto. Ya no es posible, si se quiere ser coherente, suponer que el fujimorismo fue el generador de ese modelo de identidad, puesto que este lo antecede. Otra posibilidad es que el fujimorismo no sea sino el subproducto, el reflejo o el resultado de esa organización cultural, lo cual significaría ignorar su peculiaridad. Una tercera posibilidad emerge si nos preguntamos qué hace el fujimorismo con esa orientación cultural prexistente. Y lo que se puede encontrar es que, por un lado, la aprovecha (como lo han hecho varios otros gobiernos); pero, por otro lado, le da una valencia particular, le da una especificidad, le hace dar un paso adelante en su proceso de validación social al convertirla en un discurso positivo, una ideología explícita, es decir, una ideología que no es vergonzante ni es solo proclamada en el fuero individual, sino que se presenta como un ideal público expresado a la luz del día.

Hay que decir, por último, que esta secuencia de razonamiento debería también llevar a replantear las discusiones sobre neoliberalismo –tan identificado con el decenio fujimorista– y cultura. La interpretación al uso, expresada en diversos lenguajes teóricos, es que el neoliberalismo genera estas identidades avariciosas, rapaces, egoístas y desaprensivas que vemos. (O incluso, en un exceso de inocencia teórica, se llega a decir que el neoliberalismo genera un modelo de subjetividad especialmente proclive a la corrupción –cuando lo que genera, en todo caso, son oportunidades de corrupción distintas de las que genera una economía estatizada). Pero, otra vez, se tendría que reconocer que todo ello lo antecede. La pregunta, entonces, desde una sociología interpretativa sería, más bien, siguiendo el estilo de razonamiento de Max Weber, qué dirección particular imprime ese modelo de identidades sociales a la implantación del neoliberalismo en el Perú. Siguiendo la imagen del guardagujas que usa Weber para referirse a la manera en que las ideas influyen en la sociedad, la tarea es comprender de qué manera esa constelación de ideas –y ese modelo de subjetividad cínico identificado y analizado por Gonzalo Portocarrero— manipula los rieles por los que discurre el orden económico de manera que el neoliberalismo peruano resulte tal como es en concreto.

Es en la posibilidad de plantear preguntas como esas donde reside el enorme valor de un libro como Rostros criollos del mal y el del pensamiento de Gonzalo Portocarrero. En él la sociología de la cultura adquiría una potencia interpretativa particular que no renunciaba, además, a ser una interpelación política y moral sin concesiones.

(*) Investigador del IDEHPUCP