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Opinión 5 de marzo de 2024

Fernando Bravo Alarcón (*)

Si bien puede ser meritorio que un país disponga de leyes y políticas públicas de avanzada, teóricamente capaces de responder a los diferentes problemas que lo asedian, tal presumible ventaja no serviría de mucho en ausencia de un Estado que las haga cumplir mínimamente. Y si dentro de esa sociedad tampoco existe el interés, el consenso o el impulso de alguna coalición que promueva la gestión de determinados asuntos públicos, de poco ayudarían las regulaciones y los planes más potentes. 

Aun cuando semejante condición caracteriza a muchos tópicos problemáticos en el Perú, ella se hace especialmente manifiesta en el campo de los riesgos y desastres, donde la política pública correspondiente no goza de “popularidad” ni entre sus ejecutores ni entre sus beneficiarios, a pesar de los altos niveles de exposición y vulnerabilidad de su territorio, infraestructura y población. 

Los grandes desastres [1] que asolaron al país, como el sismo y aluvión de 1970, El Niño de 1983 y 1998, el incendio de Mesa Redonda de 2001 o el Niño Costero de 2017, no lograron forjar una cultura preventiva en la población como tampoco en las diversas instancias gubernamentales de alcance nacional y subnacional. No obstante, sí obligaron a generar instituciones, normativas y planes encaminados a gestionar los riesgos derivados de las amenazas, como fue la creación del Sistema de Defensa Civil en marzo de 1972, erigido como respuesta a la referida catástrofe de mayo de 1970.

Entre el cúmulo de documentos oficiales emitidos desde aquellas fechas se tiene el reciente Plan Nacional de Gestión de Riesgos 2022-2030, donde los expertos, técnicos y decisores políticos han plasmado objetivos, escenarios y acciones con los que difícilmente se podría estar en desacuerdo. ¿Qué haría creer que este plan va a tener más suerte en ser aplicado y tomado en cuenta que sus numerosos antecesores? No hay muchos motivos para esperar que eso ocurra.  

Si teóricamente hay consenso sobre nuestra vulnerabilidad, ¿qué factores de fondo operan para no aplicar medidas concretas y efectivas, de modo que, cada vez que se viene un Niño, este nos impacta sin defensas? Por razones de espacio solo destacaremos dos argumentos complementarios. 

De un lado, las políticas de gestión del riesgo no permitan capitalizar aprobación ciudadana ni forman parte de las prioridades de las autoridades de todo nivel. Más allá de determinadas coyunturas concretas (el momento en que golpea una calamidad y resuenan sus efectos, para luego difuminarse en medio de otros problemas cotidianos políticamente más rentables), los gobernantes saben muy bien que impulsar las iniciativas preventivas no es algo que reditúe ganancias políticas. De otro, los ciudadanos no han internalizado lo suficiente la noción de riesgo, muchos de ellos estiman que un desastre es algo que solo les sucede a otros y la gran mayoría evalúa como más importantes la inseguridad, la falta de empleo o la corrupción. Se ha normalizado impunemente el poblamiento de riberas fluviales y conos de deyección de huaycos. Pero ni la pobreza ni la informalidad exoneran de responsabilidad en materia de desastres. Si no, véase cómo se comporta la gente durante los simulacros.

¿Y qué hay de los expertos e ingenieros? Aunque cada vez que hay un sismo o lluvias torrenciales los medios buscan presurosos a un sismólogo o a un climatólogo, su saber, pronósticos y recomendaciones no logran penetrar en el entramado de actitudes y valores de las personas, confirmando la hipótesis de que la ciencia no basta para convencer. 

A las muchas paradojas que atraviesan al Perú se suma, pues, aquella por la cual somos un país altamente expuesto a riesgos y peligros a la vez que carente de una actitud preventiva y de seriedad ante estos. El Estado peruano tiene la obligación de proteger los derechos humanos de sus ciudadanos, lo que implica grandes y persistentes tareas en materia de desastres. Poseer información validada de que un evento hidroclimático sobrevendrá y hacer poco para salvaguardar a las personas y sus medios de vida, constituye una violación insultante de tales derechos que se ha vuelto moneda corriente en el país.

(*) Sociólogo y docente de la PUCP


[1] Desde hace varios años ha emergido una literatura académica que ha desvirtuado el hábito coloquial de usar el concepto de “desastre natural”, entre otras razones, por exonerar de  responsabilidad a quienes les correspondería prevenir y gestionar los desastres, atribuyendo la causa a la “furia de la naturaleza” o a un “castigo de Dios”.