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Entrevistas 22 de julio de 2025

Por Kathy Subirana (*)

Rodrigo Blanco Calderón es escritor, editor y profesor universitario. Nació en Caracas en 1981, pero vive hace diez años fuera de Venezuela. Salió de su país cuando la situación se hizo invivible para él ―como para muchos venezolanos y venezolanas―, aunque reconoce que lo hizo en condiciones bastante cómodas. “Siempre aclaro que emigré en condiciones bastante privilegiadas. Lo hice en avión, no a pie, no cruzando la frontera. Y, además, con una propuesta y un contrato de trabajo. Emigré primero a París, donde viví tres años, y después me mudé a Málaga, donde estoy ahora”, cuenta.

Su carrera literaria comenzó con fuerza en el cuento: Una larga fila de hombres (2005), Los Invencibles (2007) y Las rayas (2011) son parte de una obra que ha sido reconocida y traducida internacionalmente. En 2007 fue seleccionado para Bogotá39, y desde entonces ha recorrido escenarios internacionales como el International Writing Program de la Universidad de Iowa. Su primera novela, The Night, lo consagró con premios como el Rive Gauche à París, el Premio de la Crítica en Venezuela y el Mario Vargas Llosa.

Rodrigo Blanco visita el Perú a propósito de la Feria del Libro de Lima para presentar su nuevo libro, Venecos (Páginas de Espuma, 2025), donde reúne cuentos escritos a lo largo de más de una década. Con ellos, Blanco Calderón traza un mapa literario de la migración venezolana donde rehúye tanto la autoficción como el miserabilismo. En esta entrevista habla sobre las distintas caras de la migración y lo que ha significado esta para la cultura del propio pueblo venezolano. La presentación de Venecos será el domingo 27 de julio a las 5:00 p.m. en el auditorio Francisco Izquierdo Ríos.

Venecos, el título de tu libro, es muy sugestivo, especialmente en países como el Perú, donde la palabra veneco suele usarse de manera despectiva para referirse a personas venezolanas migrantes. ¿Cómo tomas la decisión de elegir este título?

La decisión del título fue más como un rapto, un impulso en un momento determinado, pero que luego fue cobrando cada vez más sentido. Este es un libro que fui escribiendo a lo largo de los últimos doce años. Este libro es una combinación de cuentos que ya había publicado en antologías y revistas junto con varios cuentos inéditos. Cuando me puse a armar el conjunto, se me hizo evidente una constante temática: historias de personajes venezolanos que migraron, que están en tránsito o que siguen en Venezuela, pero marcados por el problema del éxodo masivo. Es un tema que aparece como una especie de correlato de lo que ha sido mi vida en los últimos diez años, que son los que tengo como emigrante.

Al ver ese conjunto, la palabra venecos me vino de inmediato. Es un término que, en los últimos años, ha circulado mucho, principalmente de forma peyorativa, lo sé. Sin embargo, yo tengo un recuerdo distinto de la palabra. La primera vez que la escuché fue en Colombia, en 2013, de parte de una amiga escritora colombiana que la usó para referirse con cariño a otro escritor venezolano. Me pareció una palabra simpática, incluso bonita fonéticamente. Pero, por supuesto, sé que su carga cambia dependiendo del contexto. En países como Perú o Chile, sí tiene un uso netamente insultante. Pero creo que formo parte de ese grupo de venezolanos que estamos reapropiándonos del término para resignificarlo y quitarle ese peso peyorativo. No sería la primera vez que algo así ocurre en la historia de nuestros países.

¿Cómo ves tú el fenómeno migratorio desde tu posición de escritor y académico?

La migración me toca de muchas formas, pero soy consciente de que soy un privilegiado. Como escritor, te puedo decir que los cuentos del libro no son historias de realismo duro ni de no ficción dramática como las que han vivido muchas personas venezolanas en las peores condiciones del éxodo. Sin embargo, hay una experiencia común para todos nosotros: el hecho de ser extranjero, de sentirse desarraigado, de vivir lejos de la familia, de los amigos, de cualquier marco de referencia. También el hecho de encontrarte, dependiendo de dónde vayas, con recelos por tu nacionalidad, por tu acento, por tu aspecto.

Entendiendo que existen enormes diferencias, especialmente las de clase. En los países donde ha habido choques con la inmigración venezolana —como Perú—, esos conflictos suelen ser socioeconómicos. Porque los migrantes son pobres, y en algunos casos también porque han emigrado delincuentes, como los miembros del Tren de Aragua. Pero si esos nueve millones de venezolanos que han emigrado hubiesen sido millonarios o con recursos, probablemente no habrían generado ningún problema.

Estamos acostumbrados a ver la migración en los extremos: con historias exitosas o con historias muy dramáticas. Tu libro muestra algunos otros matices, lo que me lleva a preguntarte cómo vives esa búsqueda de visibilizar la gravedad de la migración venezolana sin quedarnos solo en lo más dramático

Es una discusión muy válida. Yo también le he dado muchas vueltas, más como lector que como creador. No suelo pensar mucho en estos términos a la hora de escribir, pero como consumidor de libros sobre cualquier realidad, sí lo reflexiono. Con la tragedia que ha significado Venezuela en el siglo XXI, la tentación de hacer una literatura efectista, cargada de los más altos decibeles de horror y drama, es muy grande. Mi obra, que considero esencialmente trágica, está en contacto con ese tipo de experiencias, pero a mí nunca me ha interesado regodearme en eso, ni transformar la literatura en un instrumento de visibilización o de lucha social.

Eso no significa que lo que escribo no tenga una dimensión política o que no se pueda leer desde allí, pero no forma parte de mi marco de creación. Y si hubiese querido escribir sobre las migraciones más extremas —como las de quienes cruzan el Darién o las fronteras a pie—, habría sentido la necesidad de hacer un trabajo de campo serio, de ir allá, recoger testimonios, y probablemente el resultado habría sido una obra de no ficción o una crónica. Pero yo no soy periodista ni me interesa escribir no ficción.

Hay colegas que sí lo han hecho muy bien. Karina Sainz Borgo, por ejemplo, en El tercer país, fue a la frontera, investigó y desde ahí escribió su novela. O Ariana de Sousa García, que escribió Atrás queda la tierra, una carta dirigida a su hijo en la que narra una experiencia de migración muy dura. Ella ha vivido ese dolor y se nota que la palabra veneco en su caso no tiene nada de simpático.

Lo que creo es que deben existir todas las visiones. Cada escritor debe ser auténtico con su mirada, con lo que quiere hacer. Yo no podría, por un ataque de conciencia, dejar de lado mi marco cultural, mis referencias, mi forma de escribir ficción, para hacer algo que fuera entre comillas más urgente o más real.

Al abordar el tema migratorio, ¿no sentiste la tentación de apostar por la autoficción?

Nunca. Ni la autobiografía. Y no es falsa humildad. Es que mi propia vida no me parece tan interesante. Me parece más interesante lo que otro pueda contarme. Desde el inicio, mi proceso creativo está orientado hacia un otro, aunque, claro, proyecte cosas mías.

Este libro no es autobiográfico, más allá de una que otra pincelada. Pero lo considero el más personal de todos. Porque la migración ha sido la experiencia más grande de mi vida adulta. Muchas cosas no me pasaron, pero psíquica y espiritualmente tienen que ver conmigo.

Como escritor, como profesor, ¿cómo ha afectado la situación política venezolana a la literatura y a la cultura?

Lo que ha pasado en Venezuela ha alterado todos los aspectos de la vida. Han matado a cientos de miles de personas, han emigrado más de nueve millones. Eso ha dividido al país, ha provocado una crisis profunda de identidad, ha condenado a una generación de niños a la desnutrición crónica, afectando su calidad de vida, su desarrollo psicomotor.

En medio de esa debacle está la literatura. Y aunque parezca paradójico, el balance no es del todo negativo. Por un mecanismo perverso, la literatura venezolana ha sido favorecida: el foco internacional se ha vuelto hacia nosotros, han emigrado escritores, profesores, editores, y eso genera una presencia cultural importante en otros países.

Hoy la literatura venezolana tiene un nivel de publicación y difusión internacional que nunca había tenido antes. Pero eso tiene un costo altísimo. Por un lado, quienes se han quedado en Venezuela —escritores mayores como Elisa Lerner, Eduardo Liendo, Victoria de Stefano, o escritores jóvenes— han pagado el precio. Muchos han vivido en la precariedad, sin reconocimiento, sin canales de publicación. Ahora en Venezuela casi no hay librerías, ni editoriales, ni libros accesibles. Todo lo que existe culturalmente son iniciativas privadas muy valiosas, pero con alcance limitado. Lo cierto es que quienes se han quedado en Venezuela tienen muy pocas posibilidades de acceder a la literatura que hacemos los venezolanos.

¿Tus libros han llegado a Venezuela en estos años?

Recién ahora sé que de Venecos van a llegar unos pocos ejemplares. La economía es tan inestable que a veces se abre una válvula de escape y se pueden importar cosas. Pero sería mi primer libro en casi diez años que circula comercialmente allá. Yo publico con Alfaguara, que se fue del país hace mucho. La importación de libros prácticamente no existe. Y los pocos que llegan son muy caros. Un profesor universitario gana cinco o diez dólares al mes.

Es una situación dramática. Me genera una rabia tremenda. Una frustración enorme. Es uno de los mayores reclamos que le tengo a la dictadura: haberme alejado de mi país, de mi familia, de mis amigos, y además haberme quitado la posibilidad de que mis libros se lean allá, de no poder regresar sin miedo, de no poder tener una relación normal con mi país como la que tiene cualquier escritor latinoamericano que vive en Europa y vuelve para presentarse.

En Europa, ¿te sientes un escritor latinoamericano o venezolano?

Yo me pienso, sobre todo, como un escritor venezolano. Incluso más específico: caraqueño. Porque Caracas es lo que de verdad conozco, soy de allí, es mi referencia inmediata. Uno se vuelve especialista en crisis. Cuando hubo un apagón en España, todos me preguntaban qué hacer porque yo sé de apagones.

Venecos es un libro con muchas referencias culturales, tanto venezolanas como universales. Traes a John Cazale, a Camus, a Cortázar, reapropiándote de su significado en la cultura popular.

Tiene que ver con el placer de escribir usando todo lo que me sirva. Eso se lo debo a Borges. Leer a Borges fue liberador. Él escribía cuentos como ensayos, hablando de libros, de lecturas, de personajes, reescribiendo grandes obras. Eso me quitó el peso de tener que ser original. Me mostró que un escritor escribe con todo lo que ha leído. Por eso no tengo problema en titular un cuento “El extranjero”, en homenaje a Camus, aunque haya editores que se asusten por eso.

Me relaciono con ellos de forma lúdica, algo que también está arraigado en cierta tradición latinoamericana. Como decía Pedro Henríquez Ureña: “Nosotros somos occidentales”. El legado europeo también nos pertenece. Tenemos derecho a ese patrimonio igual que cualquiera. Esa idea me dio mucha libertad.

(*) Periodista. Responsable del área de Prensa del IDEHPUCP