Durante la ceremonia inaugural del XIX Encuentro de Derechos Humanos organizado por el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP), se homenajeó la carrera del Dr. Salomón Lerner Febres. La emotividad de la ceremonia se coronó con el discurso del Dr. Lerner, el cual compartimos con ustedes a continuación.
Estimados amigos:
No me es fácil expresar en su exacta medida mi enorme gratitud por este generoso gesto, que valoro especialmente por venir de amigos y colegas con quienes desde hace ya veinte años compartimos la tarea de promover y defender la vigencia de los derechos humanos y de los valores de la democracia en nuestro país desde el espacio que nos corresponde: el académico, es decir el lugar de la creación y la difusión de conocimiento al servicio de la sociedad peruana. Quiero entender este gesto, que, de otro modo, sentiría como excesivo, fundamentalmente como una reafirmación del compromiso que nos llevó a la fundación de nuestro instituto, el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de nuestra universidad, en un momento que parecía más prometedor para el país que el que hoy vivimos.
Me siento orgulloso de hallar mi trayectoria profesional y cívica ligada al IDEHPUCP, un espacio de reflexión, investigación y formación que inauguramos en el año 2004 bajo el impacto moral y la inspiración del trabajo realizado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación y de los hallazgos y recomendaciones expuestos en su informe final. Desde esos años, ya relativamente lejanos, diversas promociones de profesionales mayormente jóvenes, principalmente formados en nuestra Universidad, pero no exclusivamente en ella, han mantenido vivo el sentido de misión del instituto y han ampliado y enriquecido su trabajo proyectándolo hacia la amplia diversidad de asuntos urgentes que conforman la agenda de derechos humanos en el Perú. Pero por debajo de esa diversidad siempre se ha mantenido el mismo sentido de apremio que nos impulsó en aquel año: la necesidad de humanizar a una sociedad y un Estado que habían mostrado sus facetas más crueles e insensibles, sus pulsiones más autodestructivas, durante los años de la violencia armada.
Hay que decir que esa urgencia, que nunca desapareció, ha adquirido en los últimos tiempos un carácter dramático. Me refiero, naturalmente, a la campaña de destrucción de la democracia y vulneración de derechos fundamentales que hoy ejecutan, al parecer de manera indetenible por ahora, las más altas autoridades del Estado, sea en el Poder Ejecutivo o en el Congreso. Semana tras semana los vemos imponiendo leyes dirigidas a destruir la institucionalidad democrática, a levantar barreras protectoras para organizaciones criminales, a impedir que se investigue y se procese judicialmente a la corrupción, a demoler procesos de reforma y mejoramiento de la educación y hasta a bloquear cualquier forma de rendición de cuentas por graves violaciones de derechos humanos. Es difícil decidir cuál es el más grave entre los varios ejemplos de degradación moral que ofrecen cotidianamente los miembros del gobierno y del Congreso, pero tal vez valga la pena mencionar ahora, entre los más recientes, la ley para garantizar impunidad a quienes hayan cometido crímenes de lesa humanidad que dio el Congreso y avaló con un vergonzoso silencio el gobierno.
La sociedad peruana se encuentra hoy en un estado de abatimiento no solamente por la absoluta falta de escrúpulos con que los gobernantes actúan todos los días en provecho propio y para la destrucción de todo lo que quede de honroso y decente en nuestra vida pública, sino también por la sensación de que no hay salida a esta situación. Los destructores de la democracia son los que escriben las reglas de juego e incluso dan pasos, mes tras mes, para secuestra cada vez más instituciones y, de serles posible, maniatar a la justicia y al sistema electoral. Diversas formas de actividad ilegal y corrupta tienen ya a representantes que velan por sus intereses dentro de los órganos de gobierno y legislación, y no vemos surgir desde dentro de la sociedad alternativas que tengan alguna posibilidad de éxito.
Todo esto nos hace pensar repetidamente en el diagnóstico, las advertencias y las recomendaciones que en su momento hizo la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Además de documentar los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos y de rescatar la identidad de las víctimas y sus historias, esta describió el desmoronamiento de la vida política de la nación, la liquidación del sentido de lo público, del tejido organizativo necesario para la restauración de la democracia, la emergencia casi epidémica de grupos oportunistas orientados a explotar la cosa pública en beneficio propio bajo el disfraz de una insincera retórica democrática, y en su informe final realizó una serie de recomendaciones dirigidas a sanear la estructura política del país. Pero no se hizo nada de eso. Y a la vista de la situación que vivimos, hay que decir, como lo dije hace poco en una ceremonia tan generosa como esta en el Lugar de la Memoria, que, si hoy se escribiese un informe como el que la CVR elaboró en el año 2003, se tendría que concluir que el hecho de que personas y grupos de tanta poquedad intelectual y moral se hayan encaramado en las más altas posiciones de autoridad estatal, en el gobierno y en el Congreso, es una de las más graves secuelas de la violencia armada, y que cada uno de sus actos ejemplifica, en efecto, los extremos de degradación en los que puede caer una sociedad que no se resuelve a afrontar su pasado de violencia.
Soy consciente de que estas palabras sombrías no son las más apropiadas para una ocasión como esta, que es una ceremonia de amistad. Pero entiendo, también, que, igual que hace dos décadas, cuando nacía el IDEHPUCP, cualquier posibilidad de reconstruir la democracia en el Perú pasa por un mismo camino obligado, que es el reconocimiento público de la verdad, por dura que esta sea. Eso –el compromiso con la verdad– es, creo yo, uno de los valores que nos congregan y que nos sostienen como comunidad académica y cívica, y es mediante ella que podremos perseverar en la búsqueda de una salida a la difícil situación que vivimos. Los ciudadanos estamos solos en esa búsqueda. Dejando a un lado a ese reducto de jueces y fiscales valientes que hoy actúan como última línea de defensa de la democracia, poco o nada se puede esperar de las autoridades. Por ello, al tiempo de agradecer este abrumador e inmerecido reconocimiento, quiero invitarlos a renovar nuestra determinación de seguir trabajando por la recuperación de los valores, los principios, las instituciones que deben sostener la vida democrática y la garantía de los derechos humanos en nuestro país.
Muchas gracias.
Salomón Lerner Febres