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Notas informativas 8 de abril de 2025

Por Carlos Piccone Camere (*) 

Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz: «Elí, Elí, lemá sabactani»,
que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,45-46).

El grito de Jesús en la cruz no solo expresa la hondura existencial del abandono humano, sino que condensa, en una sola frase, una geografía, una lengua y una memoria. Pronunciado en arameo —lengua semítica emparentada con el hebreo y el árabe, y habla materna de Jesús—, ese lamento brota desde una región donde la palabra y el sufrimiento han estado históricamente entrelazados. Hoy, el arameo apenas sobrevive en pequeñas comunidades asirias y caldeas, muchas de ellas desplazadas y amenazadas por la diáspora y el olvido.

Sin embargo, el eco de aquel grito persiste. Se proyecta en cada clamor sofocado, en cada cuerpo herido, en cada comunidad crucificada: “Elí, Elí, lemá sabactani”. Y resuena, con estremecedora vigencia, en las voces quebradas de personas inocentes que habitan esas mismas geografías: pueblos que, como el de Gaza —aunque hablen otra lengua y profesen otra fe—, son testigos cotidianos de una violencia que despoja, desplaza y silencia.

Las cosas más horrendas, sin embargo, de tanto verlas, se normalizan. Se vuelven parte del paisaje, pierden su filo. Hasta que algo —una mirada, una palabra, un gesto inesperado— nos las devuelve en el esplendor brutal de su crudeza. La imagen de Cristo crucificado es uno de esos casos. Le hemos puesto un paño de pudor, lo hemos envuelto en estética, en marco dorado, en hábito litúrgico… pero incluso sin necesidad de fe, lo que vemos allí es una persona humana violentada, torturada, abusada por una alianza perversa de poderes que lo despojó de todo: de justicia, de nombre, de dignidad. Pocas descripciones son tan explícitas como la del profeta Isaías en el cuarto canto del Siervo: “Tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana” (Is 52,14).

Una de las imágenes más representativas del cristianismo se ha terminado normalizando, acaso disociada —en el sentido psicológico del término— para no asumir su carga de interpelación ética y existencial. ¿Qué hemos hecho con ese rostro desfigurado, con ese cuerpo herido? ¿Cómo lo hemos domesticado? Tal vez por eso los niños, aún sin el filtro del hábito, aún sin haber aprendido a convivir con lo insoportable, son quienes perciben con más nitidez lo que los adultos hemos aprendido a tolerar. La primera vez que llevé a Misa a mi hijo, entonces con apenas año y medio, me señaló la cruz del altar mayor y, con el estupor en la mirada, dijo simplemente: yaya. Herida.

En ese balbuceo infantil se contenía una verdad teológica profunda: la del Dios crucificado que no ha dejado de padecer en los cuerpos vulnerados del mundo. Esa intuición —tan sencilla como radical— ilumina también la conclusión a la que llegó Gustavo Gutiérrez, cuyo pensamiento más original nació precisamente de elevar a categoría teológica el sufrimiento de los pobres. “Solo tomando en serio el dolor de la humanidad, el sufrimiento del inocente y viviendo bajo la luz pascual el misterio de la cruz en esa misma realidad, será posible evitar que nuestra teología sea un ‘discurso vacío’ (Job 16,3)”. O simplemente “palabrería”, según otras traducciones del mismo pasaje.

Este año 2025, la celebración de la Pascua adquiere una significación particular. Por un lado, se conmemoran los 1700 años del Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico de la Iglesia, en el que se proclamó solemnemente a Jesucristo como “Dios verdadero de Dios verdadero”, consustancial al Padre. Por otro lado, católicos y ortodoxos celebrarán —tras más de una década— la Pascua en una misma fecha. Más allá de la coincidencia litúrgica, ambos acontecimientos remiten a una misma verdad teológica: la confesión de un Dios crucificado, plenamente humano y plenamente divino, que asume hasta el extremo la vulnerabilidad de nuestra condición para redimirla desde dentro.

En el centro de esta conmemoración está la figura de Jesús, cuya entrega radical no solo revela el drama humano del sufrimiento y la muerte, sino que, parafraseando a Massimo Recalcati, encarna el movimiento inverso y audaz de un Dios que se deja arrastrar hacia el ser humano. No es el hombre quien asciende hacia lo divino, sino el Padre que desciende hasta lo más hondo de la fragilidad de sus hijos. La pureza absoluta se mezcla con el barro humano, sin rictus de asco. Esta encarnación amorosa no es una metáfora piadosa, sino una exposición real al dolor más extremo: “Elí, Elí, lemá sabactani”. Ya en Getsemaní, Jesús comienza a experimentar el abandono, la angustia, la soledad sin anestesia. Luego, al contacto de un beso, se desencadenan la traición, la detención arbitraria, el juicio sumario, la tortura, la humillación, la desnudez y la ejecución infamante. El Hijo de Dios muere como un despojo humano.

Por eso, la Semana Santa no es solo la evocación de un pasado salvífico, sino la actualización de una verdad que sigue latiendo en los cuerpos heridos de hoy. La cruz no pertenece al pasado: se reactualiza en cada clamor sofocado, en cada rostro desfigurado, en cada comunidad sometida a la violencia, al olvido o al exilio. Desde la fe, cada uno de esos cuerpos es figura del Crucificado, y cada una de esas heridas reclama ser mirada no solo con compasión, sino con compromiso transformador. Nuevamente, sin rictus de asco.

Pero así como hemos aprendido a normalizar la muerte violenta —volviéndola paisaje, consumiendo su filo en reels, tiktoks y demás—, también podríamos haber domesticado la resurrección. Y, sin embargo, se trata del giro más desconcertante de la historia: la Vida que brota en el corazón mismo de la implacable muerte. Se subvierte, así, la lógica del poder, del cálculo, de la fatalidad. Sin embargo, para quienes crecimos sabiendo “cómo termina la historia”, el asombro pascual corre el riesgo de haberse institucionalizado. A fuerza de repetición —“resucitó al tercer día, según las Escrituras”—, el anuncio más radical y subversivo de la historia humana puede volverse fórmula, revólver con silenciador, sonido sin estremecimiento. Lo impensable se vuelve previsible. El milagro, costumbre.

Recuperar el sentido pascual exige, entonces, no solo contemplar la cruz como clamor del mundo, sino abrirse a la posibilidad real de que algo nuevo —radicalmente nuevo— pueda irrumpir en medio de la historia. Porque si la resurrección no nos desinstala, si no desafía nuestras lógicas de desesperanza, si no nos despierta del letargo de la resignación, entonces se habrá convertido, también ella, en una forma más de olvido. El reto, por tanto, es volver a mirar lo imposible —la tumba vacía— con los ojos del asombro, pero también con los pies firmes sobre la tierra herida de los pueblos, sobre las yayas de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.

Solo quien ha cargado la cruz —sea cual haya sido la que le tocó—, y se ha dejado astillar y doblegar por su peso, y ha acariciado luego sus toscas maderas, puede anunciar, desde las entrañas, el gozo de la Pascua. No como consigna, sino como temblor; no como dogma mecánico, sino como experiencia vivida. Y entonces sí: la resurrección dejará de ser fórmula para volver a ser milagro.

(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP y doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.