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Análisis 17 de diciembre de 2024

Por Andrés Paredes (*)

La guerra civil en Siria, comenzada hace trece años, llegó en diciembre de 2024 a un hito decisivo buscado por casi todas las facciones desde su inicio: la caída del régimen de Bashar Al Assad. El dictador sirio, quien había heredado la autocracia que estableció su padre Hafez Al Assad hace 54 años, salió volando de Damasco a Moscú para ser acogido por su aliado y colega autócrata, Vladimir Putin.

Las fuerzas del régimen de Al Assad, que habían retomado el control de la mayor parte del país desde hace media década, mantuvieron congelado el conflicto y las líneas del frente con la enorme ayuda de Rusia e Irán. Pero cinco años en un lugar tan geopolíticamente “caliente” como Medio Oriente bastan para que las cosas no queden frías mucho tiempo. 

Rusia, confiada en una victoria rápida, desató una guerra de invasión a Ucrania en 2022 que no resultó como estuvo planeada. Moscú ya lleva tres años usando gran parte de sus capacidades en el conflicto, lo que en consecuencia resta gran parte de los recursos que anteriormente podían destinarse a apoyar a Al Assad.

Por otro lado, el apoyo iraní, canalizado principalmente a través de Hezbollah, se vio severamente afectado tras los acontecimientos del 7 de octubre de 2023. La respuesta israelí a los ataques de Hamás golpeó duramente a la milicia libanesa, diezmando su liderazgo y reduciendo significativamente sus capacidades operativas, aunque sin alcanzar el nivel de devastación infligido sobre la población civil de Gaza.

Privado del respaldo de sus principales aliados, el ejército de Al Assad mantuvo unos meses el statu quo frente a los reductos de los variados grupos rebeldes, en su mayoría islamistas radicales con distintos intereses y variados apoyos: unos con el soporte de Turquía, otros con el de Arabia Saudí y los países de Golfo, e incluso algunos ayudados por los EE.UU. A la vez tenían que gestionar una compleja relación con los kurdos, pueblo sin estado a los que la guerra civil les dio la oportunidad de ejercer dominio sobre una parte de la fragmentada Siria. Por si eso fuera poco, minorías descontentas como los drusos o la ya consolidada presencia israelí en los territorios sirios de los Altos del Golán distraían aún más los esfuerzos del régimen. Pero sin los grandes aliados, sus fuerzas eran solo un espantapájaros sin capacidades reales.

Bastó que a fines de noviembre uno de los grupos islamistas, Hayat Tahrir Al-Sham (HTS), tentara un avance fuera de su zona de control apuntando a la segunda ciudad más importante de Siria: Alepo. Esta ciudad fue la cuna del comienzo de la insurrección contra Al Assad, cuando en la ya lejana primavera árabe de 2011 se alzaron grupos armados que buscaban derribar la dictadura y establecer una democracia liberal en el país. De estos rebeldes iniciales ya casi no quedan fuerzas, pero su levantamiento encendió las llamas de la lucha contra la dinastía Al Assad que fue continuada por otros grupos, la mayoría islamistas. Alepo fue retomada tras cuatro años de asedio y bombardeo a la población civil por los leales a Al Assad en 2018, solo para que HTS en 2024 la capturara en cuatro días. Las fuerzas oficialistas eran ya solo una cáscara y se desbandaron tras los primeros combates.

El olor del miedo que rezumaba el ejército de Al Assad se dejó sentir inmediatamente. HTS inició un avance hacia Damasco cruzando en el camino ciudades estratégicas como Hama o Homs, con un esfuerzo mínimo pues la resistencia oficialista era frágil cuando no simplemente consistía en una retirada desordenada. Otros grupos de resistencia al régimen notaron lo mismo, y muchos que estaban cerca a Damasco iniciaron la marcha a la capital, entre ellos drusos e incluso las escasas fuerzas rebeldes originales, apoyadas por los EE.UU. Rodeado por todos los frentes, el dictador escapó con destino a Rusia, mientras los soldados oficialistas que no podían huir se despojaban de sus uniformes en las calles para cambiarse a ropas civiles. El colapso fue asombrosamente rápido y sin mayores luchas.

Si bien HTS es una agrupación islamista que tiene sus raíces fundacionales en la mismísima Al Qaeda, inicialmente ha prometido una versión más benigna y tolerante del régimen teocrático que han propugnado por años. El líder de esta agrupación, Abu Al Jobani, quizá tome este rumbo inicial más por pragmatismo que por convicción, ya que HTS no es lo suficientemente fuerte como para tomar sola las riendas del país. Además, la caída de Al Assad ha supuesto un alivio para el resto de las partes combatientes, que están agotadas por 13 años de guerra. Por ello la caída del dictador es un momento de oportunidades en el que diversas facciones pueden intentar llegar a un acuerdo para gobernar la mayor parte de Siria de manera colaborativa. Pero no deja de ser un momento delicado, pues puede ser solo un hiato previo a una segunda fase de la guerra civil entre facciones supervivientes que luchen por prevalecer.

Respecto al legado de Al Assad, la careta del dictador laico que era el mal menor al lado de los islamistas se ha derretido tras su apresurada fuga a Moscú. Apenas ha caído el régimen, se han encontrado prisiones con decenas de miles de seres humanos en condiciones similares a los más terribles campos de concentración. De lugares como Sednaya, la mayor prisión de Damasco, han emergido sombras semivivas cuya voz y cordura se perdieron tras años de torturas y encierros en profundos subterráneos. Es comprensible que la caída del dictador solo haya provocado muestras de júbilo en sectores de la población siria enfrentadas por otras causas. El régimen de Al Assad fue uno de horror totalitario. Los sirios se enfrentan ahora a un futuro incierto, pero con un monstruo menos del cual preocuparse.

(*) Internacionalista