Por Kathy Subirana (*)
Al hablar de Stefano Varese, algunas personas lo describen “como un activista antes que como un antropólogo”. Eso, para él, es un cumplido, y aquí explica las razones: “Ser antropólogo en el sentido académico y científico, a veces parece implicar una distancia con el sujeto, una especie de desapego. Y eso, honestamente, nunca me interesó. En lugar de rendir tributo a lo que algunos consideran una especie de entidad etérea como la Academia, prefiero mantenerme cerca del mundo real. Me parece que cuando se sigue la tradición de la ciencia de manera tan rígida, se pierde algo fundamental”.
Stefano Varese, de 85 años, fue uno de los invitados al Hay Festival Arequipa y participó en distintas mesas en las que se discutieron temas concernientes a la Amazonía, la biodiversidad, el medio ambiente y los pueblos indígenas. Todos estos temas han sido tratados por el antropólogo/activista a lo largo de su carrera; por lo que, en esta entrevista, la conversación gira en torno los derechos humanos, los derechos medioambientales y cómo resistir al avance de los conservadurismos y extremas derechas, espacios en los que es imposible hacer alusión a derecho alguno sin recibir una avalancha de críticas.
Usted tiene una visión completamente diferente sobre la ciencia y el conocimiento. Ahora, en cuanto a su rol como «rebelde» en el mundo académico, ¿se considera usted un rebelde?
No sé si me definiría como un rebelde en el sentido tradicional, pero sí puedo decir que rompí con muchos modelos establecidos. Nunca fui un académico tradicional. Nunca busqué ajustarme a los estándares de lo que debía ser un antropólogo. Es más, nunca me sentí limitado por esas expectativas. Mis años de trabajo en la universidad, los libros que escribí, la enseñanza que impartí, todo fue un intento de contribuir de manera distinta a lo que consideraba el camino correcto.
Usted contribuyó mucho a tener una nueva visión sobre los pueblos indígenas y sus derechos. Hoy vivimos una época en la que estamos retrocediendo sobre lo avanzado en esta materia…
Es complicado digerir cómo hemos llegado a este punto, especialmente después de tantos avances que parecían indiscutibles. Durante años, he estado involucrado en el trabajo con comunidades indígenas, y creo que habíamos logrado cambiar muchas de las narrativas que tradicionalmente les habían asignado. Pero ahora, estamos viendo cómo esos avances parecen desmoronarse, como si estuviéramos retrocediendo en lugar de avanzar. Eso me preocupa, claro. Pero también me mantiene en alerta. Uno espera que lo que se ha escrito, discutido y practicado con los pueblos indígenas y sus líderes siga creciendo, que el camino que hemos despejado siga siendo transitado y mejorado. Pero de repente estamos retrocediendo. Y no me refiero solo al retroceso político o social, sino a una especie de cansancio en la lucha. Pero no, no es una razón para deprimirse. Si algo he aprendido es que la lucha sigue, siempre. Incluso en este momento en que, por ejemplo, Estados Unidos parece estar tomando un rumbo hacia el fascismo, uno debe mantener la esperanza. A pesar de todo, siempre digo, «pasado mañana esto pasará», porque lo que está sucediendo, aunque grave, no es irreversible. Y el trabajo de organización, de resistencia, debe continuar.
¿Cómo ve usted el panorama actual para las comunidades indígenas y sus derechos a propósito del auge de la extrema derecha?
El auge de la extrema derecha, tanto en el ámbito global como local, es una amenaza real para los derechos de las minorías, incluidas las comunidades indígenas. Lo que estamos viviendo es, en muchos casos, un cuestionamiento directo de esos derechos, como si los logros que habíamos alcanzado no fueran suficientemente sólidos. Pero aquí es donde entra la importancia de reforzar constantemente los derechos humanos, los derechos ambientales y, por supuesto, los derechos de la naturaleza. Es crucial que, en este contexto, no perdamos la esperanza ni la capacidad de resistir. La lucha no es solo de los pueblos indígenas, sino de todos los que creemos en un mundo más justo y equitativo. Y para que esa lucha sea efectiva, debemos ser conscientes de las tácticas de los poderosos, pero también debemos encontrar la manera de organizarnos, de ser inteligentes en nuestras acciones y de involucrar a las mujeres, que tienen un papel fundamental en esta revolución que está por venir.
Una de las batallas que se está librando ahora es la que se refiere al reconocimiento de los derechos de la naturaleza…
Esa idea de los derechos de la naturaleza es, sin duda, revolucionaria. En Ecuador, por ejemplo, la Constitución reconoce los derechos del agua y de la naturaleza. No es algo que se aplique de manera perfecta, pero el principio está ahí, y eso es lo importante. Decir que el agua tiene derecho, que no es solo un recurso, sino un ente vivo, tiene una enorme carga transformadora. Imaginemos que los niños crezcan sabiendo que el agua tiene derechos, que no se debe desperdiciar. En mi experiencia, la gente tiende a ver la naturaleza como un objeto más, como algo que puede ser explotado, destruido y consumido sin consecuencias. Pero si uno adopta la visión de que la naturaleza, la tierra, el agua, tienen una vida propia, un propósito, entonces todo cambia. Hay que enseñar que el agua tiene intencionalidad, que va de la lluvia a la tierra, al ciclo vital, y que debemos respetarla en todos sus estados. Este tipo de educación ecológica no se trata solo de enseñar a los niños a cuidar el medio ambiente, sino de transmitirles una forma de vivir, de estar en el mundo, que desafía todo lo que hemos aprendido sobre explotación y consumo. Creo que este concepto de los derechos de la naturaleza es fundamental para abordar el calentamiento global, las crisis ecológicas y las amenazas a la vida que enfrentamos hoy.
(*) Encargada de prensa del IDEHPUCP.