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Opinión 14 de agosto de 2024

Por Eduardo Dargent (*)

“¿Cómo se explica que autoridades con un rechazo masivo en las encuestas puedan hacer casi lo que quieran sin que haya una reacción de la ciudadanía?” Esta es, por estos días, la pregunta que más hacen varios colegas que miran la política peruana desde fuera.

Y se entiende su extrañeza. Se aprueban medidas similares a las que en el pasado hubiesen movilizado a varios miles contra el Congreso y el Ejecutivo, pero ahora pasa poco o nada; se logró una repartija para elegir como magistrados en el Tribunal Constitucional a jueces de nivel académico bajo y claramente cercanos a las bancadas congresales sin que hubiera mayor temblor; se aprobó el indulto y la pensión vitalicia a Fujimori, así como una ley que favorece a violadores de derechos humanos, y no hubo consecuencias; y pocos marcharon en julio contra la impunidad ante las muertes de diciembre del 2022 y enero del 2023. Hace unos años, estas decisiones convocaban a suficientes ciudadanos como para hacerlas retroceder o mover la justicia. Hoy domina el quietismo. 

Tal vez decir que “no pasa nada” es impreciso, sobre todo si recordamos que al iniciar este gobierno hubo muertes precisamente por protestas; que la movilización se ha mantenido ―con altibajos― en varias regiones; y que se han visto varias formas de rechazo puntuales contra congresistas y ministros. Pero al hablar de quietismo me refiero a algo que los mismos que resaltan la diferencia entre Lima y regiones critican: la protesta no prende en Lima. Y en el Perú, uno de los países más centralistas de América Latina ―junto a Uruguay―, Lima es clave por su relevancia económica y política. Si la ciudad no se mueve, es muy difícil que el poder político retroceda. La protesta en Lima ha sido clave en el pasado para defender una serie de temas vinculados a los derechos humanos y el balance de poder que hoy no movilizan. 

Tanto “no pasa nada” que desde hace buen tiempo los políticos perdieron el miedo a la calle. Este quietismo ha llevado a conductas abiertamente impopulares, pero que no motivan un rechazo ciudadano. Entonces, se pueden adoptar leyes que benefician la minería informal e ilegal, que significan un retroceso en las reformas educativas o que suponen beneficios e impunidad para el transporte informal y otras, sin mayor costo. Hoy los grupos de interés tienen más peso que la opinión pública, pues esta no se manifiesta, no existe. Así, el Ejecutivo puede aprobar las leyes que le manda el Congreso, o simplemente guardar silencio ante ellas, sin consecuencias.  

Han perdido también el miedo al periodicazo y al programa dominical, ya casi irrelevantes en el análisis de costo y beneficio del político. Sabemos que en cada nuevo caso de Congresista mochasueldo pasará lo mismo: un largo proceso en la Comisión de Ética, paños fríos y finalmente una exculpación o sanción menor. Cuando una conducta ilícita está generalizada entre quienes deben sancionarla, no podemos soñar con que será castigada. La ley no escrita que regula hoy la vida de los congresistas es que puedes recortar sueldos sin que te pase nada. Todo el ruido de los Rolex golpeó al cadáver político, pero no motivó reacciones. 

Esta situación, sin embargo, ha llevado a una situación muy peligrosa de la que creo es mejor hablar ahora que no hay violencia ni protestas. Cuando hay violencia, es difícil decir lo que voy a decir, porque puede leerse como una justificación de la misma o pasar por agua tibia actos graves. La violencia llega con frecuencia por la conducta de actores que evitan reconocer su alto grado de impopularidad y en qué medida sus conductas arrogantes y fútiles ofenden. Las autoridades también agreden con su conducta, y motivan reacciones. Hay alertas en días pasados que recuerdan que el rechazo puede traducirse en protesta cívica, pero también en violencia y agresión. El gobernador Oscorima, por ejemplo, hace un par de días estuvo rodeado por una muchedumbre que gritaba arengas en su contra en un espacio muy difícil de controlar si el malestar se hubiese desbordado.  

Por eso el quietismo no debe confundirse con aceptación, tolerancia o apoyo. Ya hemos visto diversos actos de crítica puntuales y si eventualmente crecen estas protestas, las manifestaciones pueden ser cada vez más violentas. De producirse, diremos que “estaba cantado”, que tanto va el cántaro al agua, que así se cosechan tempestades, o que bastaba con mirar las encuestas y percepciones sobre la conducta de los políticos para entender lo sucedido. 

La conducta de las autoridades en estos días no parece reconocer este peligro. El expresidente del Congreso atribuyó la mala reputación de los Congresistas a la prensa; autocrítica nula. Un nuevo caso de mochasueldo ya inició el caminito a la impunidad. La Presidencia del Consejo de Ministros llama a la paz y a respetar las legítimas diferencias, como si el gobierno que recurrió a la violencia y la justificó con argumentos que criminalizan a las víctimas, fuera otro. 

Es mucho pedir rectificaciones y prudencia. Pero harían bien en medir la temperatura de la calle, pues algo parece estar cambiando. Ya es muy tarde para recobrar el vínculo con la ciudadanía, pero quizás podrían hacer menos tensa la situación. Hay varios avisos de que hay un país cansado. Mejor escucharlos.

(*) Profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP.