Franklin Ibáñez (*)
El desempeño del Parlamento deja mucho que desear. Es lamentable, en términos morales, tanto por las actuaciones aisladas de algunos congresistas como por las decisiones tomadas en conjunto. Triste ejemplo de lo primero son los mochasueldos, las acusaciones de corrupción —cohecho, negociación incompatible, tráfico de influencias, peculado, etc.—, las declaraciones abusivas —sexistas, discriminadoras, en contra de la prensa, entre otras—, y el despilfarro de recursos públicos.
Pero más grave que los casos citados es la actuación moral del conjunto. Su accionar como cuerpo supone un grave atentado contra los principios morales y políticos fundamentales del sistema democrático. Centremos este párrafo en uno particular: la separación de poderes. La mayoría de las teorías de la democracia moderna sugieren que el poder no puede concentrarse en pocas manos o en una sola institución, pues el bien de los derechos individuales —razón de ser de la sociedad y del Estado según el primer artículo de nuestra Constitución— y colectivos de la ciudadanía. Cuando el poder es mucho y no existen contrapesos efectivos los derechos peligran.
Recientes enfrentamientos entre salas judiciales y el Congreso, equiparables a gestas de David contra Goliat, reflejan esta situación. Los parlamentarios y los grupos políticos a los que representan —de derecha o izquierda, da igual— han legislado para acumular más poder, para reducir su competencia a lo mínimo formal. Como dijo una vez un congresista en un arrebato de sinceridad: «Deben autorregularse o los vamos a regular nosotros». Dicho mensaje se dirigía expresamente hacia el Ministerio Público, pero bien puede generalizarse, pues han intervenido a través de cambios legales otras instituciones como la SUNEDU, Contraloría, Defensoría y a través del juicio político a otras autoridades, como el Fiscal Supremo o magistrados de la Junta Nacional de Justicia. Este es el espíritu que el Parlamento asume como verdadero y moralmente correcto: se cree el primer poder, aun en contra de la Constitución, o incluso el único.
Tal desbalance hunde sus raíces o se auto legitima éticamente, al menos de forma parcial, en una supuesta buena intención: la salvación del país. O ese es el argumento que se repite desde la salida de Pedro Castillo del sillón presidencial. “¿Qué hubiéramos hecho sin el poder y la legitimidad de la vacancia por incapacidad moral permanente?”, parecen repetirse ellos mismos luego de tomarse selfies. Pero resulta lamentable tal instrumentalización de la ética: se toma su nombre en vano para deponer enemigos políticos. No se me malinterprete. Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra y Pedro Castillo han cometido ilegalidades —e inmoralidades— que deben ser sancionadas. Sus faltas deben penarse tras los debidos procesos. Mi punto es otro: tal como se ha configurado el asunto, no hay presidente que pueda salvarse de la supuesta moralización de la política a través de la figura de la incapacidad moral permanente, la cual resulta manoseada hasta el cansancio.
(*) Doctor en Filosofía. Docente PUCP, UNMSM y UP