Tal noticia, más allá de la conmoción que entraña, de los comentarios que suscita sobre el pontificado que acaba y de las suposiciones sobre el futuro Papa, nos invita a repensar el rol de los católicos y de la Iglesia dentro del mundo.
Hace ya buen tiempo que un sector de la comunidad teológica considera que el discurso y la práctica de la religión están principalmente vinculados al ejercicio del culto y a la edificación espiritual y, de algún modo, divorcia la experiencia religiosa de la vida corriente de las personas y las sociedades; asunto este que se situaría más bien en el terreno de un código moral respaldado, fundamentalmente, en el principio de autoridad. La senda de las teologías y filosofías “inductivas” que se nutren de la experiencia de comunidades históricas puntuales, como la de nuestros países latinoamericanos, suele entonces aparecer sospechosa de “sociologismo” o de manifestar una excesiva preocupación por el cuidado de lo mundano, corriendo entonces el riesgo de encerrarse en la “inmanencia”.
No obstante, la preocupación por la justicia constituye uno de los temas centrales presentes en el Antiguo Testamento –una cuestión que impulsa el actuar de reyes, jueces y profetas– y un motivo fundamental en la prédica y el obrar de Jesús en los Evangelios.
Ese es, justamente, el sentido que reviste la encarnación del mismo Dios: principio rector del Cristianismo. El Espíritu ingresa en la historia, toma contacto con las formaciones sociales, se hace mundo. Dios se hace hombre porque quiere que la vida humana sea plena y justa. Mientras algunos plantean cómo salir del horizonte de la temporalidad finita para acceder a la eternidad: “abandonar el mundo”, sus afanes, intereses y conflictos, el auténtico cristianismo nos propone más bien una manera de descubrir la Trascendencia estando en el mundo, cultivando el ágape y el compromiso con la dignidad de los demás, al reconocer, a través de ellos, a un Dios que quiere misericordia y no sacrificios, que desea diálogo y acercamiento amoroso, no ciega y muda obediencia.
En efecto, el trabajo de la espiritualidad judeo-cristiana plantea de modo necesario el diálogo crítico de cada persona con la historia y con el mundo social y político. Se trata así de asumir el compromiso de identificar, denunciar y superar, conjuntamente con los otros hombres –nuestros hermanos– las contradicciones e inequidades de este mundo; de anunciar el juicio de Dios en torno a la injusticia que nos rodea; de cuestionar la concentración indebida del poder en manos de quienes debiendo servir buscan, más bien, ser servidos y de exigir a la comunidad hacer Memoria de modo que no se olvide la Alianza que Dios ha celebrado con su pueblo.
En síntesis se nos invita a hacer una experiencia viva de la fe, la cual, como señalaba San Pablo, es hueca sino se ve acompañada del amor, un amor, que redime, que me hacer reconocer y respetar al otro asumiendo responsabilidad por él.
Con su renuncia, Benedicto XVI nos señala también una tarea: construir una Iglesia comprometida, solidaria, centrada en la enseñanza esencial de Cristo que halla su más intensa y preciosa expresión en una sola palabra: Caridad.