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Editorial 3 de mayo de 2022

Foto: Andina

El día de ayer, 2 de mayo, se cumplió el trigésimo aniversario de la masacre de El Santa. En esa fecha, en el año 1992, en el distrito de ese nombre ubicado en Chimbote, en la región Áncash, nueve ciudadanos –de ocupación, campesinos- fueron sacados violentamente de sus viviendas y posteriormente ejecutados. La autoría de ese crimen fue del escuadrón de la muerte conocido como Grupo Colina, el cual fue creado por el régimen de Alberto Fujimori. Durante su existencia los miembros de las fuerzas armadas que integraron ese grupo, dirigido por Vladimiro Montesinos, cometieron numerosas violaciones de derechos humanos: desapariciones y ejecuciones extrajudiciales que han quedado en la memoria del país como algunos de los peores crímenes cometidos desde el Estado durante el conflicto armado interno.

«El crimen de El Santa no es solamente ilustrativo de los abusos cometidos por el Estado. También lo es de la manera cínica como fue usado durante el gobierno de Alberto Fujimori el combate contra los grupos terroristas.»

Recordar ese crimen es fundamental, en primer lugar, como una forma de honrar la memoria de las víctimas. Sus nombres son Federico Coquis, Gilmar León Velásquez, Jesús Noriega Ríos, Pedro López González, Denys Castillo Chávez, Jorge Luis y Carlos Tarazona More, Roberto y Carlos Alberto Barrientos Velásquez. Tuvieron que pasar diecinueve años antes de que sus restos fueran hallados e identificados y de que, por consiguiente, sus familiares pudieran enterrarlos. Esta circunstancia nos habla no solamente de este caso en particular, sino de la realidad de la desaparición forzada en el país. Así como los ciudadanos de Santa, otras decenas de miles de peruanos y peruanas fueron víctimas de desaparición. El número de personas desaparecidas en Perú ronda las 20 mil. Son, comparativamente, pocos los restos de víctimas que se ha hallado e identificado y devuelto a sus familiares hasta el momento.

El crimen de El Santa no es solamente ilustrativo de los abusos cometidos por el Estado. También lo es de la manera cínica como fue usado durante el gobierno de Alberto Fujimori el combate contra los grupos terroristas. En este caso, fue por pedido de un empresario y por decisión del régimen que se optó por acusar falsamente de terroristas a personas incómodas para el empresario debidos a sus reclamos sobre tierras. De más está aclarar que incluso si las víctimas hubieran sido miembros de alguna de las organizaciones terroristas –Sendero Luminoso o el MRTA— la acción de los agentes del Estado – habría sido igualmente delictiva.

Esto lleva a pensar, también, en la actualidad, y en cómo la acusación superficial, desaprensiva, de “terrorista” al rival o a los ciudadanos que reclaman sus derechos, persiste alojada en nuestros usos políticos, sobre todo entre los sectores de la derecha del espectro político. Si ayer la acusación falsa de “terrorista” sirvió para disfrazar crímenes atroces, esa práctica, hoy, aunque menos cruenta, denota un similar talante autoritario.

La conmemoración de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos –y, en este caso, de los nueve ciudadanos asesinados hace tres décadas en Santa—es por encima de todo un deber ético. Pero también es una necesidad imprescriptible para una sociedad que todavía no concluye su aprendizaje de la democracia.