Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Editorial 31 de enero de 2023

Fuente de la imagen: Alessandro Cinque, Reuters.

Por lo menos desde el año 2016, cuando el fujimorismo capitaneado por Keiko Fujimori decidió bloquear el funcionamiento de la democracia peruana como represalia por su derrota electoral, el país viene discutiendo, sin resultados, sobre la necesidad de una reforma política. Esa necesidad sigue presente. Pero hoy la crisis es tan honda que lo que está en debate de manera más urgente ya no es el saneamiento del sistema político ni la gobernabilidad sino algo tan básico como esto: ¿cómo detener este ciclo de muertes producidas por el Estado, de violenta agresión física por diversos sectores de la protesta y de destrucción material del país?

Esa pregunta está retratando de la peor manera a nuestro establecimiento político. La falta de voluntad de una mayoría del Congreso para aprobar prontamente un adelanto de las elecciones generales al año 2023 ilustra una escalofriante indiferencia ante la violencia que recorre el país y que, como es costumbre, afecta principalmente a los más pobres. La defensa de sus intereses particulares y el empecinamiento en una agenda máxima son parte de un mismo fenómeno que ya era conocido, pero que hoy se expresa de la manera más descarnada: la política nacional ha caído desde hace años en manos de organizaciones y personas enteramente ajenas a toda preocupación real por el interés público.

Es claro, por lo demás, que la necesaria realización de elecciones generales no va a significar una restauración de la vida política del país ni una recuperación de la gobernabilidad democrática. Nada hace prever que en el tiempo que corra de aquí hasta los nuevos comicios surjan opciones electorales distintas de las que han llevado al país a la actual postración. Se trata, así, no de procurar una solución institucional de largo plazo a la crisis –esa será una tarea nacional para los años por venir—sino esencialmente de detener la muerte y la destrucción. Eso es todo lo que hoy se demanda.

Quedan para el futuro inmediato, sin duda, enormes tareas que afrontar. Las muertes de estas semanas reclaman la acción de la justicia. Las autoridades deberán responder política y penalmente. El país no puede hacer borrón y cuenta nueva frente al horror que se está viviendo. También reclama acción de la justicia la violencia provocada por diversos sectores de la protesta. Y más allá de la justicia queda la tarea mayúscula de recomponer institucionalmente al país, reconstruir el sistema y la cultura de protección de derechos de las personas, y, tan difícil como eso, restituir un clima de confianza, de simple credibilidad y de diálogo público civilizado. Todo eso hoy ha sido desmoronado por la intolerancia, la intransigencia o el oportunismo que recorren a la sociedad. Son necesidades igualmente básicas y hablar de ellas significa tomar nota de cuánto hemos retrocedido en estos pocos años.

Pero primero es lo primero. El país necesita detener este ciclo de mortandad y violencia. Y si bien son muchos los responsables, es inocultable que la presidenta Boluarte y el Congreso tienen aquí los mayores poderes para llegar a esa meta. Y poder siempre significa responsabilidad, la más alta responsabilidad.