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Editorial 5 de abril de 2022

Hoy se cumplen treinta años desde el golpe de Estado dado por Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y la cúpula militar de entonces un 5 de abril de 1992. Desde cierto punto de vista, la fecha ya es lejana y se podría esperar que perteneciera al recuento histórico más que a la discusión actual. Pero, en realidad, el periodo que se abrió entonces sigue incrustado en el presente al menos por tres grandes razones: porque los abusos y los delitos de entonces no han sido debidamente pagados; porque las formas de manejar los asuntos públicos del fujimorismo se han reproducido a lo largo de estos treinta años; y porque la degradación de la vida política nacional tiene claros vínculos con la demolición institucional de los años noventa.

No se trata, evidentemente, de mitificar al fujimorismo presentándolo como la causa increada, única y suficiente de todos los grandes males nacionales. Es cierto, por un lado, que el periodo iniciado el 5 de abril está encadenado con la ineficiencia, la corrupción y los abusos contra los derechos humanos de los gobiernos de Fernando Belaúnde y Alan García. Y es verdad, también, que en los treinta años transcurridos la democracia peruana habría tenido tiempo de regenerarse y que, por lo tanto, su profunda descomposición obedece también a factores de gestación propia. Sin embargo, sería ingenuo desconocer hasta qué punto el legado del 5 de abril pesa sobre el país, de qué manera este situó a la política peruana en un carril de degradación que no se ha logrado abandonar.

«Si el 5 de abril no se ha convertido en pasado es porque la degradación de la institucionalidad política del país que presenciamos cotidianamente extiende sus raíces hasta esa fecha.»

Hablar, en primer lugar, de los abusos y delitos del régimen autoritario del 5 de abril implica hacer una larga cuenta que va desde la interrupción del orden constitucional en sí misma, y la consiguiente usurpación del poder, hasta la esterilización forzada de miles de mujeres. Implica, también, recordar las violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto armado interno, e incluso después de que Sendero Luminoso ya había sido derrotado, así como la persecución a la oposición política a lo largo de la década de 1990 y el constante atropello a las instituciones. A la caída del gobierno de Fujimori una ola de moralización condujo al procesamiento penal de los más notorios responsables de esos delitos. Pero eso alcanzó a solamente un fragmento y muchos crímenes quedaron sin sanción. La esterilización forzada de mujeres, ya mencionada, puede ser el emblema mayor de esa impunidad, una impunidad que, por lo demás, se extiende al orden de los gestos simbólicos: quienes crearon, instrumentaron y aprovecharon el régimen autoritario no han reconocido sus culpas ni presentado disculpas a sus víctimas. Y eso impide que el pasado sea realmente pasado.

Por otro lado, y en segundo lugar, más allá de los delitos concretos se encuentran las formas abusivas de utilizar el poder que, aunque no fueron inventadas el 5 de abril, sí fueron empleadas por el régimen de una manera sistemática, con una cierta metodología del atropello institucional. Esta incluía no solamente la colocación de personas determinadas, a manera de operadores políticos, en instituciones y agencias en teoría independientes, sino también la producción de normas ad hoc para legalizar tales manipulaciones. También pertenece a esta metodología el empleo recurrente de la declaración de estados de emergencia, con lo cual, por un lado, se reforzaba el control autoritario de la población y, por otro, se creaba la excusa para relajar la supervisión de los gastos públicos. Ahí se anidó una gran parte de las operaciones de desfalco del Estado y otras maniobras corruptas que son emblemáticas de aquel régimen. Pero, una vez más, hay que reconocer que todo ello no es solamente un hito histórico ya borroso sino un componente de la vida política actual. Treinta años después el aprovechamiento del Estado como botín, el desdén a las formas básicas de comportamiento democrático, el uso de las instituciones como herramientas al servicio del grupo gobernante, aparecen como principios aceptados tácitamente por las diversas organizaciones políticas, como usos que son reprochados al adversario, pero reproducidos por cada grupo apenas consigue algún poder o algún dominio sobre el aparato estatal.

En tercer lugar, si el 5 de abril no se ha convertido en pasado es porque la degradación de la institucionalidad política del país que presenciamos cotidianamente extiende sus raíces hasta esa fecha. La corrupción de la que hablamos hoy corre por los rieles tendidos entonces: un esquema de favorecimiento de los negocios privados y de desguace del aparato público que solo podía conducir a la bien llamada “captura del Estado”. Así mismo, si parece imposible tener elecciones de las que surjan gobernantes y representantes con alguna vocación de servicio público y conocimiento de lo público, ello se explica, en alguna medida, por las manipulaciones del sistema político y electoral realizadas en los noventa con el interés de desperdigar a la oposición, mantenerse en el poder y también concentrar el poder a través de organizaciones vasallas en las diversas regiones y en los diversos niveles de gobierno. Nada de eso es ajeno al comportamiento de la política el día de hoy.

En suma, hoy, cuando el país se pregunta angustiosamente cómo salir del atolladero, cómo sanear su sistema de representación, cómo lograr que entre gobierno y oposición exista no una relación armoniosa, pero sí al menos una contienda productiva para el interés público, es evidente que la situación, los figurantes e incluso el lenguaje de nuestra vida política son una secuela del 5 de abril de 1992.