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Editorial 20 de septiembre de 2022

Igual que el Bicentenario de la Independencia, los 200 años de vida del Congreso de la República llegan en una situación muy poco propicia a la celebración. La crisis política que ya vivíamos el año pasado, e incluso desde hace varios años antes, se prolonga hasta hoy sin visos de una solución ni de una mitigación en el futuro cercano. Observando al Legislativo es forzoso decir que este vive una honda crisis funcional, política y moral.

Es funcional porque estamos ante una institución central de nuestro ordenamiento democrático que se muestra incapacitada para cumplir sus tareas –legislar por el bien público, representar y fiscalizar—con algún grado aceptable de eficacia. Es una crisis política porque, por su fragmentaria composición, por la calidad de sus integrantes y por sus tendencias autodestructivas, la corporación congresal no actúa como un actor productivo para el mantenimiento y la consolidación de la democracia. Es una crisis moral por la recurrencia de los casos de corrupción, u otras faltas, que involucran a miembros del Congreso y que solo encuentran como respuesta acciones diversas para proteger al trasgresor contra la acción de la justicia. Un congresista acusado de violación sin que haya todavía una reacción proporcional, así como la elección de un presidente del Congreso asociado a uno de los más graves casos de violación de derechos humanos durante el conflicto armado interno, dan una medida ominosa de la gravedad de esa crisis.

El hecho de que la aprobación ciudadana al Congreso llegue apenas al 8 por ciento, o menos, es el reflejo de esta situación. Pero es un reflejo que comporta una gravedad adicional, pues esa minúscula aprobación tiene lógicamente como reverso una desafección creciente hacia el sistema democrático y su institucionalidad. Y las muestras de desaprensión frente a las tareas de gobierno que da el Poder Ejecutivo, así como sus propios escándalos de corrupción y evasión de responsabilidades, solo intensifican ese efecto.

Todo esto constituye una realidad hoy ampliamente reconocida por la población en general. El diagnóstico del estado de la democracia es claro. Pero las salidas a la crisis siguen pareciendo esquivas o improbables. El país parece atascado en un círculo vicioso. La única llave para hacer una reforma efectiva del sistema político está en manos, precisamente, de los actores políticos que protagonizan esta crisis. Incluso quienes piensan en nuevas elecciones generales como salida a esta situación se ven obligados a reconocer que esas elecciones tendrían que darse entre los mismos actores que hoy ocupan el escenario, u otros afines a ellos. Frente a ello, ideas de cambio sistémico, como podría ser el regreso a un Congreso bicameral, aparecen como inconducentes, no por la idea en sí misma, necesariamente, sino, una vez más, por la calidad de los actores disponibles.

En estas circunstancias, este significativo aniversario del Congreso de la República es, como lo fue el de la Independencia, solo una ocasión para apelar a la ciudadanía y a su necesario papel vigilante en defensa de la menguante institucionalidad democrática del país.