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Editorial 6 de septiembre de 2022

Las más recientes mediciones de la opinión pública sitúan la aprobación al Congreso en 8 por ciento y la desaprobación en 87 por ciento. Si estas cifras no fueran ilustrativas por sí solas, cabría añadir el siguiente hecho, que en el estado de la política nacional casi deviene anecdótico: quien fuera elegido tercer vicepresidente del Congreso al conformarse la mesa directiva en julio hoy se encuentra prófugo de la justicia y pesa sobre él una sentencia por el delito de colusión agravada. De más está decir que el grave cargo ya existía cuando sus colegas legisladores decidieron conferirle aquel honor.

Lo señalado obliga a situar en una debida escala el último incidente bochornoso del Congreso. Ayer fue censurada y apartada del cargo de presidenta del Legislativo la congresista Lady Camones. Como se sabe, desencadenó esta censura la difusión de una grabación en la que el jefe de su partido, César Acuña, le ordena que haga aprobar un proyecto para su propio provecho electoral. “Porque me va a favorecer a mí”, es la descarnada expresión que emplea Acuña como única y suficiente para su instrucción.

Aprobada la censura, ha quedado transitoriamente como presidenta del Legislativo la congresista Marta Moyano. En un plazo máximo de cinco días se debe desarrollar la elección de quien ocupará en adelante la presidencia hasta julio del otro año. Con ello concluirá este incidente, pero en realidad quedará cerrado solamente en su aspecto anecdótico y superficial. El problema de fondo, del cual este episodio es solo un ejemplo más, subsistirá. Y este problema de fondo es el radical divorcio entre el Congreso y prácticamente todo interés por desarrollar una agenda de interés público, e inclusive su alejamiento de las formas básicas del comportamiento democrático.

Salvo en casos muy excepcionales, lo que la ciudadanía observa cotidianamente en el Parlamento es una contienda alrededor de interés privados y de grupo, contiendas cuyas formas y contenidos llegan a ser, incluso, de dudosa legalidad. Fuera de eso, las pocas iniciativas de alguna resonancia pública que reciben curso en el Congreso, y que incluso motivan transitorias convergencias y colaboraciones entre partidos, son, precisamente, iniciativas en contra del interés público: por ejemplo, la desnaturalización de Sunedu o los ataques a la inclusión de la perspectiva de género en el funcionamiento del Estado, y sobre todo en la educación.

Estamos, pues, ante un caso más de una constante degradación de la función congresal. Y eso es sumamente grave por el daño que todo esto ocasiona al interés público en concreto, pero también por lo que genera en términos de desencanto e incluso desafección hacia la institucionalidad democrática entre la ciudadanía. Un 87 por ciento de desaprobación al Congreso es una mala noticia para cualquier democracia; que los congresistas que reciben ese rechazo trabajen cotidianamente por acrecentarlo es una noticia aún peor.