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Editorial 23 de mayo de 2023

Foto: Observatorio Ceplan.

Los atentados que cometen el gobierno y el Congreso contra la institucionalidad democrática del país se suceden con tal velocidad que no queda un momento de respiro para tomar la medida completa de nuestro naufragio. Prácticamente cada semana hay un nuevo atropello que analizar y denunciar. Algunos se hacen desde una franca ilegalidad. Otros son realizados aprovechando la letra de la norma, pero traicionando su sentido. En general, prevalece una clara hostilidad a todo lo que se podría considerar como base de una cultura democrática. Y esa hostilidad al cultivo de las normas y de las formas, a las reglas de juego e incluso a las ideas mismas de diálogo, negociación o acuerdo no solo se ha impregnado en quienes hacen política en la arena institucional, sino que también está arraigada en amplios sectores de la esfera pública. Eso es visible en una variedad de espacios que va desde los medios de comunicación hasta las discusiones personales. 

Ese fenómeno forma parte de lo que corrientemente se llama «polarización», sobre lo cual IDEHPUCP realizó un ciclo de conversatorios durante el mes de abril. Se podría decir que el fenómeno se resume en una actitud de radicalización de las posiciones propias y de aniquilación por principio de las posiciones antagónicas. Es, como sabemos, una tendencia internacional asociada con el resurgimiento de corrientes de extrema derecha, pero no limitada a ello. En nuestro país ese fenómeno se ha manifestado con particular intensidad y ha coincidido con la disolución, en la práctica, de todo vestigio de organización política representativa. Así, al mismo tiempo que la gestión institucional de la política queda en manos de actores efímeros, precarios y con mínima conciencia del servicio público, el lenguaje de la política –es decir, la posibilidad misma de conversar, discutir y polemizar sobre asuntos públicos— pierde los criterios de racionalidad, sinceridad y buena fe que debería tener todo diálogo, incluso de contenido antagónico.

El resultado cotidiano, pero nada banal, de esto se halla en la extendida estigmatización de toda voz discrepante. Esta práctica se extiende desde la calificación de terrorista hasta el insulto de contenido racial o clasista. Hemos oído, incluso, a alguna persona que ha desempeñado altas magistraturas calificar a todo un sector social como “un cáncer que hay que extirpar”. Se trata de un lenguaje y, peor aún, de una forma de pensamiento incompatible no ya solamente con la democracia sino con la coexistencia civil a secas.

Pero si la expresión más visible de esa polarización es esa degradación del lenguaje, su efecto en la política práctica es la cancelación de toda posibilidad de agenda pública efectiva. Nuestra crisis es honda, y nadie es capaz de postular una salida factible, porque el país se ha quedado sin escenarios de negociación. Sin actores políticos creíbles, sin agenda reconocible y negociable en la sociedad, enfrentamos la posibilidad de quedarnos inclusive sin un lenguaje para la discusión. Todo lo que queda es la confrontación verbal y, trágicamente, también física sin posibilidad de llegar a decisiones gestadas a través de un proceso genuinamente político.

¿Quién se beneficia de esta situación imposible? No se debería ignorar que, si bien esta polarización es parte de una tendencia internacional, y es, en cierto modo, un fenómeno cultural, ella es alentada e instrumentada también por actores concretos. En nuestro caso no es difícil detectar a los intereses ilegítimos que se benefician de la destrucción de la democracia y del debilitamiento –o incluso la anulación– de las instituciones capaces de combatir el autoritarismo, la corrupción y los negocios ilegales. Su secuestro cabal de la democracia peruana se apoya en gran medida en un secuestro previo de nuestra imaginación pública y de nuestro lenguaje. Una reacción democrática tiene que empezar también por ahí, por recuperar nuestra capacidad de discutir, discrepar, negociar y forjar acuerdos.