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Editorial 10 de mayo de 2022

El desmantelamiento institucional del país continúa a ritmo constante y se hace cada vez más grave. Algunas veces se trata de iniciativas del gobierno y toma la forma de una erosión de la estructura de gestión pública mediante el reparto de importantes cargos con estricto criterio partidario o regional. No se ha insistido lo suficiente en cuánto afecta dicha erosión a los derechos fundamentales de la población: un Estado ineficiente es un Estado que no brinda los servicios básicos a los que toda la ciudadanía tiene derecho.

Otra veces, la demolición institucional es iniciativa del Congreso de la República, donde las bancadas de oposición y las que se podría llamar oficialistas confluyen para aprobar normas y nombramientos patentemente contrarios al interés público. Es perturbador comprobar esta paradoja: un gobierno y una oposición trabados en un conflicto aparentemente sin cuartel, sí pueden hallar un terreno común, pero no para servir al interés público, sino, justamente, para socavar políticas, instituciones o normas necesarias para la democracia y la inclusión social.

En la última semana hemos tenido dos más de esos actos de desmantelamiento institucional particularmente graves. Uno es la norma que en la práctica inutiliza a la Superintencia Nacional de Educación Superior Universitaria (SUNEDU). Mediante esta norma se cambia la composición de su consejo directivo, se elimina el papel rector del Ministerio de Educación y se restaura a la SINEACE como la entidad encargada de la acreditación. El Congreso introduce otros cambios, que son analizados en tres artículos de esta edición de nuestro boletín. El resultado, en la práctica, es indisimulable: anular el rol de la SUNEDU y, junto con ello, extinguir el intento de reformar y mejorar el sistema de educación universitaria del país.

De manera emblemática, la aprobación de esta norma coincide con la revelación de que la tesis con que el presidente Castillo obtuvo el grado de magíster está viciada por evidentes y numerosos plagios. Es decir, cuando desde el más alto nivel del gobierno se evidencia la necesidad urgente de reformar a nuestras universidades, el país cierra las puertas a toda reforma. El Presidente de la República ha anunciado que vetará esa norma. Es un compromiso público que debe ser honrado sin dilaciones.

Un día después de aprobada esa norma el Congreso aprobó el proyecto de ley 904/2021 mediante el cual se condiciona la publicación de materiales educativos al consentimiento previo de madres y padres de familia. Este es, en términos prácticos, un proyecto que suprime el enfoque de género en la educación así como también la educación sexual integral. Se trata de un ataque directo a la protección de derechos fundamentales y del derecho a la igualdad de niños y niñas. Además es una ley que instituye el derecho de veto en la política educativa por determinados sectores de la población sobre la base de sus prejuicios. En términos más generales, y más allá del contenido específico de esta norma, esto implica también un obstáculo al diseño de políticas educativas de escala nacional y regional.

En realidad, esta tendencia al desguace de nuestras instituciones tiene ya varios años. Durante este tiempo, estos intentos de diversos grupos políticos han encontrado un freno en el Tribunal Constitucional. Por ello resulta doblemente preocupante observar que, al mismo tiempo que se acentúa esa tendencia, el mismo Congreso sigue adelante en su pretensión de desfigurar también a ese Tribunal mediante una elección de sus miembros con criterios completamente partidarios y con una racionalidad de reparto de cuotas de poder. Ello está en la agenda del Legislativo y podría ser consumado en estos días. Este sería un tercer paso hacia el desmonaje institucional dado en un lapso de pocos días. Es una hora muy sombría para la institucionalidad, para la democracia que en ella se sustenta, y para los derechos fundamentales de toda la ciudadanía.