Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Editorial 9 de mayo de 2023

Fuente: El Comercio.

Ha pasado una semana desde la presentación del informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre la Situación de Derechos Humanos en Perú en el contexto de las protestas sociales y todavía no hay ninguna respuesta de autoridades del gobierno que corresponda a la gravedad de lo que dicho informe muestra y denuncia. En lugar de eso ha habido, en primer lugar, reacciones desinformadas dirigidas a negar la importancia del documento y, después, una vaga declaración de que este será tomado en cuenta.  

Lo cierto es que el informe presentado, en el que se establece que el Estado peruano ha cometido graves violaciones de derechos humanos durante su respuesta al ciclo de protestas iniciado en diciembre de 2022, es solvente y categórico y no dejará de tener consecuencias. La discusión sobre si lo que aquí señala la CIDH es “vinculante” para el Estado peruano es ociosa. Es un hecho indiscutible que la CIDH existe en virtud de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, un tratado internacional del cual el Estado peruano es parte, y que en tanto tal el Estado peruano tiene la obligación de acatar y cumplir sus recomendaciones.

Así, las autoridades del gobierno deben prestar atención a lo que señala el informe sobre el uso excesivo de la fuerza pública contra las personas manifestantes, así como también atender a las pistas que ya plantea el informe como deberes de esclarecimiento. Entre ellas es particularmente grave el señalamiento de que varias de las muertes ocasionadas por agentes del Estado podrían haber sido ejecuciones extrajudiciales. El informe señala además que ciertos episodios de violencia –en particular en Ayacucho—“al tratarse de múltiples privaciones del derecho a la vida, dadas las circunstancias de modo, tiempo y lugar, podrían calificarse como una masacre”.

“Ejecuciones extrajudiciales” y “masacre” son términos que hacen evocar los años de la violencia armada de fines del siglo XX y que no esperábamos ver reactualizados al cabo de un par de décadas. También remiten a esos años las expresiones de “discriminación, estigmatización y violencia institucional en contra de esta población” (la población andina) que señala la CIDH como trasfondo habilitante de la violencia reciente. 

Nada ganan el gobierno, el Congreso u otras autoridades con intentar desconocer el lugar de la CIDH en la arquitectura institucional y normativa del Estado peruano ni con negar la solvencia del informe presentado. Lo responsable, y lo obligatorio, es en primer lugar corregir la actuación del Estado frente a la protesta ciudadana teniendo en cuenta todo lo señalado ahí –así como antes en otros informes de prestigiosas organizaciones de derechos humanos internacionales y nacionales—y, enseguida, reconocer que la rendición de cuentas por los abusos cometidos, y que se encuentran abundantemente documentados, será un paso ineludible en la restauración de la salud democrática del país.