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Editorial 7 de febrero de 2023

Fuente: © AFP 2023 / Juan Carlos Cisneros.

Este 9 de febrero se habrá cumplido un mes de la trágica jornada de Juliaca en la que murieron 17 personas por el excesivo uso de la fuerza de parte de las fuerzas del orden. La sociedad civil, incluyendo a nuestro Instituto, ha condenado en su momento esos hechos y acciones, así como otros en los que la respuesta desproporcional de la policía, con uso de armas letales, ha significado la muerte de decenas de ciudadanos. Señalar eso, y demandar la inmediata acción de la justicia y la determinación de responsabilidades, no implica, desde luego, desconocer la violencia ejercida por la protesta misma. Decenas de agentes de policía heridos y la infraestructura pública destruida o inutilizada dan cuenta de eso. Pero en toda circunstancia es principal tarea del Estado garantizar y proteger la vida humana y la integridad física de las personas, así como respetar los derechos fundamentales de la población.

Es necesario reafirmar todo ello ahora que el gobierno ha declarado el estado de emergencia por sesenta días en Madre de Dios, Cusco, Puno, Apurímac, Arequipa, Moquegua y Tacna. El decreto supremo que así lo dispone –Nº 018-2023-PCM—encarga a la policía el mantenimiento del orden interno, pero hace una excepción respecto de Puno. Ahí, será la fuerza armada la que cumpla esa tarea. Más allá de cualquier fundamentación brindada por el gobierno, la decisión es alarmante a la vista de lo ocurrido hace casi treinta días. Se debe reafirmar, en todo caso, que siendo la situación legal la de “estado de emergencia”, el marco jurídico del derecho internacional de los derechos humanos será el que rija las funciones de la fuerza armada. Como se recordó en un artículo reciente de nuestro boletín, el estándar jurídico aplicable está dado por la definición legal de la situación –estado de emergencia, y no conflicto armado interno–, y no por la fuerza o agente estatal del que se trate –policía o fuerza armada.

Esta decisión, por otro lado, forma parte de una perturbadora tendencia hacia el autoritarismo, bajo el pretexto de contener los desbordes de violencia de la protesta, que debe ser señalada claramente. A la tendencia a las detenciones masivas se suma, ahora, por ejemplo, un llamado oficial del Ministerio del Interior a que la ciudadanía denuncie casos de apología del terrorismo, una política que puede derivar fácilmente en un desborde de prácticas abusivas de incriminación y estigmatización sin sustento.

El gobierno tiene el deber de mantener el orden interno por medios constitucionales y legales, además de construir un escenario donde se pueda recuperar la tranquilidad mediante el diálogo. Y sobre todo tiene la obligación de preservar la democracia, no de llevarnos por una pendiente autoritaria.