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Editorial 28 de febrero de 2023

Fuente: Andina.

El anuncio de la extradición a Perú de Alejandro Toledo –ahora suspendida por unos días por una maniobra de último minuto de su defensa legal—ha traído de nuevo a la discusión pública la profunda corrupción que impera en el más alto nivel de la política peruana desde hace décadas. Este tema no ha estado nunca ausente, pero sí relativamente opacado por la honda crisis política del país, y como es natural por las inaceptables muertes, producidas en su gran mayoría por agentes estatales desde diciembre de 2022. Sería instructivo reconocer la relación que existe entre la corrupción de las más altas autoridades y la dramática situación en la que está atollada la sociedad peruana hoy.

La crisis que vivimos, que ha costado ya alrededor de sesenta vidas humanas, está ligada en última instancia al descalabro del sistema de conducción política del país y a la pérdida de todo sentido del deber público entre las autoridades estatales en todos los niveles, ya sea en los ámbitos nacional, regional o local. Un hilo se tiende entre el gobierno autoritario y corrupto de Alberto Fujimori y el desbarajuste, también corrupto, del efímero gobierno de Pedro Castillo, pasando por casi todos los presidentes anteriores: la sustitución de la política basada en programas y proyectos por algo que se podría llamar política de oportunistas. En ella la psicología dominante es la del aprovechamiento personal o grupal durante unos pocos años de gobierno que se estima irrepetibles. Esa actitud, que es la paradigmática entre los llamados “independientes” o aquellos que surgen “contra el sistema”, no ha estado ausente, por cierto, entre quienes vienen de una práctica política más tradicional, de cuño partidario.

Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Pedro Castillo. Esos nombres emblematizan los últimos veinte años de la vida política del país, y todos esos nombres están vinculados, de alguna forma o de otra, en una u otra etapa de investigación o de ejecutoria procesal, con casos de corrupción al más alto nivel. Se entroncan de manera ominosa, hacia atrás, con el nombre de Alberto Fujimori, pero además con un sinnúmero de congresistas, presidentes regionales y alcaldes en situaciones similares.

Como se ha dicho, cuando se intente una explicación de mayor calado de la crisis que afrontamos, será indispensable considerar de qué manera la corrosión del poder político desde el sillón presidencial hacia abajo contribuyó a crear esta situación. Nada de eso, ciertamente, mitigará las responsabilidades concretas de hoy por las vidas perdidas. Esas tienen que ser esclarecidas en el ámbito respectivo. Pero una comprensión política, y el señalamiento de responsabilidades políticas, implica también entender los vínculos entre corrupción, negación de derechos a la población y, en última instancia, destrucción de la democracia. Lo vimos hace poco, de la manera descarnada, en las diversas maniobras fraudulentas llevadas a cabo por autoridades de todo nivel aprovechando la emergencia sanitaria del Covid-19. Lo vemos en estos días, cotidianamente, en los diversos atentados contra el Estado de Derecho y contra las políticas públicas que comete el Congreso –por ejemplo, en la destrucción de Sunedu—con el fin bastante evidente de favorecer intereses particulares.

De todo ello se deriva, por un lado, una oscura desafección de la ciudadanía hacia la democracia, y, de otro lado, una lucha sin cuartel entre los grupos políticos, que los incita a pasar por encima de toda formalidad y de las normas del Estado de Derecho con tal de prevalecer en la lucha por algún beneficio económico. Este es el escenario en el cual vienen prosperando, hoy, la demagogia y el autoritarismo.