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Editorial 22 de junio de 2021

Cuando se haga el balance de estos cinco años de inestabilidad y de erosión de la institucionalidad democrática en el país, el papel del Congreso de la República tendrá un lugar central. Es emblemático, en un sentido ominoso, que a un mes de concluir quinquenio el Congreso, que no es el mismo que el elegido en 2016, siga desempeñando el mismo papel.

Como se recuerda, el periodo empezó con la absoluta hegemonía de Fuerza Popular en el Parlamento. Poseedora de una mayoría absoluta que la relevaba de toda necesidad de hacer negociaciones políticas y forjar acuerdos, esa organización tuvo en agosto de 2016 la llave de la gobernabilidad del país, aunque su candidata presidencial hubiera sido derrotada. Pronto se evidenció que no iba a utilizar esa llave de manera constructiva.

La dinámica que entonces se inauguró, complejizada por la implicación de muchos políticos en la trama corrupta de Odebrecht, por el descubrimiento de un tejido delictivo dentro del sistema de administración de justicia y por otros escándalos de corrupción, nos condujo durante los pasados cinco años a la caída de un presidente, el cierre constitucional del Congreso, la elección de otro Congreso, un golpe de Estado por ese nuevo Parlamento, la caída de otro presidente, una presidencia interina, y unas elecciones que ofrecieron pobrísimas opciones a la ciudadanía.

«El papel del Congreso, tanto en su actual composición como en la que advendrá el 28 de julio, es crucial, y de él depende en gran medida la preservación del esquema democrático, a pesar de su profunda erosión.»

Este ciclo todavía no se cierra, pues ahora asistimos al cuestionamiento del resultado de las elecciones a pesar de que las instituciones encargadas estén actuando con pulcritud, que los veedores internacionales hayan certificado la limpieza del proceso y que no exista en realidad mayor indicio de irregularidades en una escala o con una modalidad tal que permitan hablar de un fraude.

En este contexto, el papel del Congreso, tanto en su actual composición como en la que advendrá el 28 de julio, es crucial, y de él depende en gran medida la preservación del esquema democrático, a pesar de su profunda erosión. Por ello son alarmantes algunas iniciativas que se emprenden en ese recinto, como el desdoblamiento de una legislatura para poder tener dos legislaturas antes de que acabe el periodo, o el reciente intento de censurar a la actual mesa directiva (lo cual habría podido tener consecuencias sobre el Poder Ejecutivo e incluso sobre el escenario postelectoral), o la posible intención de nombrar a como dé lugar nuevos integrantes del Tribunal Constitucional, así como también algunas normas que se van dictando mientras la atención del país se halla monopolizada por el tema de las elecciones. Un ejemplo preocupante de estas es la norma dirigida a limitar y penalizar el ejercicio de la memoria histórica sobre el periodo de violencia armada por parte de los museos del país. Hay que añadir a este inquietante recuento las declaraciones que ya hacen algunos congresistas electos y que sugieren un ánimo de subvertir el proceso electoral ya cumplido.

Los factores que han posibilitado este papel del Congreso son de diverso tipo. En principio, todo esto es posible, evidentemente, por las posturas o intereses particulares de congresistas y de las organizaciones a las que pertenecen. Pero detrás de ello están, siempre, las hondas fracturas de nuestro sistema político y partidario, que son las que dan origen a la composición parlamentaria. Mientras esas fracturas no sean reparadas, de manera que sea posible conformar una representación nacional más saneada, que responda a una racionalidad política, pública y democrática más clara, será difícil dejar atrás la zozobra institucional que hemos experimentado en los próximos cinco años.

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