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Editorial 6 de junio de 2023

Foto: Congreso de la República.

La semana pasada se anunció otro golpe contra el orden democrático del país, uno que limitaría severamente la posibilidad de la ciudadanía de recurrir a la jurisdicción internacional como último recurso para la defensa de sus derechos humanos. Se trata de la presentación de un proyecto de ley para que el Estado peruano denuncie la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), que fue ratificado por el Perú en el año 1978.

El proyecto, presentado por Jorge Montoya en nombre de la bancada de Renovación Popular, dispone que “(e)l presidente de la República, en el plazo de 30 días calendarios contados desde el día siguiente de la publicación de la presente Ley, presenta ante el Congreso de la República el instrumento de denuncia de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) para su aprobación por el Congreso de la República, de conformidad con el artículo 57° de la Constitución”. Presentado ese documento de denuncia, el Congreso lo sometería a votación.

Sustraer a la ciudadanía peruana a la protección del SIDH ha sido un persistente anhelo de diversas voces autoritarias a lo largo de décadas. No se diferencian, en eso, de otras tendencias autoritarias de la región, sean de izquierda o de derecha. De prosperar este proyecto, el Perú se equipararía, por ejemplo, con Venezuela, que se retiró de la jurisdicción de la Corte IDH en el año 2013, y con Nicaragua, que intentó retirarse del SIDH mediante denuncia de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), en 2021 (aunque la CIDH ha precisado que en tanto Nicaragua no denunció la Convención esas obligaciones se mantienen vigentes).

Los argumentos para esta propuesta son los habituales. El principal de ellos es que la adhesión a la Convención resta soberanía al Estado peruano, un argumento que no resiste ningún análisis. La adhesión a un tratado internacional es, precisamente, un acto de soberanía de cualquier Estado. Y, al mismo tiempo, no hay nada que el Estado peruano no pueda hacer por estar adherido a ese tratado –excepto, evidentemente, violar o desproteger los derechos humanos de sus ciudadanos. En relación con la cuestión de la soberanía, en realidad, los efectos de este tratado no se diferencian de todos los otros tratados internacionales de los que el Perú es Estado parte, como los vinculados al comercio internacional o a la protección del medio ambiente. Si todos los otros numerosos tratados de los cuales el Perú es suscriptor no son considerados lesivos a la soberanía, se hace evidente que el argumento es deleznable y políticamente interesado. A este se añaden, ya para el consumo público, otros argumentos igualmente endebles –como la idea de que en el SIDH “solo se protegen derechos de terroristas”—que nacen de un profundo desconocimiento de la jurisprudencia de la Corte IDH o de una deliberada distorsión de la realidad.

Lo cierto es que desde hace más de cuatro décadas el Sistema Interamericano de Derechos Humanos ha tenido un papel de enorme importancia en el avance de la protección de derechos humanos en el país, y no solamente en materias vinculadas con el pasado conflicto armado interno, sino en una variedad de temas como derechos económicos, sociales y culturales (DESC), derechos laborales, independencia de jueces, acceso a la justicia, y género y orientación sexual.

Pero hay que advertir, por otro lado, que este proyecto de ley contiene no una sino dos amenazas al orden democrático. Si la denuncia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos tiene un sentido antidemocrático, la forma en que se quiere lograr este fin es un atentado contra el Estado de Derecho, pues vulnera la separación de poderes y el respeto de los respectivos fueros. El artículo 57 de la Constitución Política establece explícitamente, y más allá de toda duda, que “la denuncia de los tratados es potestad del Presidente de la República, con cargo a dar cuenta al Congreso”. Contrariando esa disposición, este proyecto pretende imponer a la Presidencia la obligación de denunciar un tratado. Es una pretensión constitucionalmente indefendible que, al margen de cuál sea el parecer de la presidenta Boluarte, cuyo gobierno ha sido examinado críticamente por la CIDH por las violaciones de derechos humanos cometidas, debilitaría la separación de poderes de forma permanente.

En las últimas dos décadas, tras la ratificación de que el Perú reconoce la competencia Corte IDH, de la cual el gobierno de Alberto Fujimori había hecho un retiro inválido, despojar a los peruanos y peruanas de la protección del SIDH ha sido un persistente deseo de diversos sectores autoritarios. Hasta ahora estos deseos han fracasado por varias razones, empezando por el inherente desatino de la idea desde todo punto de vista democrático. La denuncia de la Convención ha sido siempre un extravagante recurso propio de los gobiernos autoritarios de la región. Pero en el Perú de hoy, cuando experimentamos una demolición institucional sostenida, para lo cual se coaligan las diversas fuerzas del Congreso deponiendo toda diferencia ideológica, este proyecto sigue siendo absurdo, pero ya no es inviable. Si este se concreta ahora los derechos de toda la población quedarán bajo la amenaza de fuerzas autoritarias que ya no conocen frenos para su extremismo ideológico, sus apetencias monetarias y sus sombríos intereses de grupo.