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Editorial 26 de julio de 2022

Se cumple el primer año del gobierno del presidente Pedro Castillo, así como del Congreso elegido en abril de 2021, y no hay perspectiva desde la cual se pueda decir que ha sido un año favorable para la vida pública del país. Es indiscutible que tras estos doce meses la democracia peruana resulta más debilitada y que ha sido un año aciago no solamente en términos institucionales, sino también en lo que respecta a los derechos fundamentales de la población.

Durante este periodo, toda posibilidad de desarrollo de una agenda pública centrada en los intereses de la población ha quedado congelada por el conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. Pero este tampoco ha sido un conflicto abocado a algún desenlace institucional, sino una suerte de marasmo y de constante tira y afloja alrededor de pequeños intereses de grupo.

En ese contexto, lo único que podría hacer pensar en un mejor futuro para la democracia peruana –esto es, un replanteo sincero y efectivo de las reglas de juego de la política—ha quedado por completo fuera de la agenda. El día de hoy, el país parece condenado a la repetición indefinida del mismo juego paralizante: la constante amenaza de destituir al presidente por parte del Congreso y la recurrente insinuación de un cierre del Parlamento por el Ejecutivo. Fuera de toda consideración han quedado las restricciones jurídicas –es decir, constitucionales—de una u otra posibilidad, así como toda discusión acerca del necesario respeto a las reglas de juego de la democracia.

Y, sin embargo, sin abandonar ese juego mutuamente destructivo, tanto Ejecutivo como Congreso se han dado tiempo para llevar adelante algunas decisiones: actos de gobierno o actos legislativos que tienen en común el desmantelar la institucionalidad que poco a poco, y penosamente, se había ido construyendo en los últimos años. Esa institucionalidad era imperfecta e insuficiente, desde luego, pero indicaba pasos adelante y señalaba cierto aprendizaje del país después de varias décadas de crisis económica, violencia y autoritarismo.

En un repaso muy incompleto de esas destructivas decisiones hay que abonar en la cuenta del Congreso el desmantelamiento de la SUNEDU, la destrucción de pequeños atisbos de una reforma política y el sabotaje a las políticas de inclusión de enfoque de género y educación sexual integral en el sistema educativo, sin olvidar la sistemática protección a congresistas y otras autoridades contra todo intento de fiscalización o investigación por una diversidad de presuntas faltas y delitos.

Hay que colocar, por otro lado, entre los actos más ominosos del gobierno el haber prácticamente desechado toda política de mejoramiento de la administración pública mediante una selección de funcionarios basada en criterios objetivos que aseguren idoneidad profesional y ética. Por el contrario, el gobierno ha convertido al Estado en objeto de un crudo reparto de puestos con un criterio de cuotas grupales y partidarias, y ha mostrado una insólita preferencia por nombrar a personas con trayectorias cuestionables para ocupar los cargos más altos del Estado. Esa práctica, y la previsible multiplicación de casos de corrupción que motivan investigaciones fiscales al propio Presidente de la República, resulta especialmente demoledora para las perspectivas democráticas del país y también afecta concretamente a los derechos fundamentales de la población, pues estos requieren de una administración pública eficiente para ser garantizados y cumplidos.

Al iniciarse este segundo año del periodo 2021-2026, predomina la incertidumbre. No hay respuesta segura sobre si el Congreso terminará por destituir al presidente o si el Ejecutivo buscará algún pretexto para cerrar el Parlamento, ni sobre hasta dónde llegarán las investigaciones al presidente de la República iniciadas por el Ministerio Público. En ese panorama, quedan pocas posibilidades de que el gobierno corrija su derrotero y asuma seriamente su mandato o de que los grupos del Parlamento decidan asumir su función legislativa como un servicio a las necesidades de la sociedad.

Lo único cierto el día de hoy es que, este año, el primero del tercer siglo de nuestra existencia republicana, ha sido un periodo de desventuras, y que mientras no se alcance esa meta por ahora lejana –es decir, la reforma verdadera del sistema político—no se conseguirá resultados mejores en el futuro previsible. Frente a ello, sin embargo, como ya sucede desde hace años, hay que decir que solamente en los sectores democráticos de la sociedad organizada se puede encontrar alguna posibilidad de cambio mediante la elaboración insistente de propuesta, la presión constante sobre los actores que hacen política y, desde luego, mediante la participación activa en todos los espacios públicos que todavía ofrece la democracia, una democracia que es imperativo defender.