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Editorial 8 de noviembre de 2022

Está fuera de duda que la organización terrorista Sendero Luminoso fue responsable de una enorme cantidad de crímenes calificables como crímenes de lesa humanidad y que fue causante de la muerte y el sufrimiento de decenas de miles de peruanos. Es incuestionable, por ello mismo, que toda memoria sobre el pasado de violencia ha de tener reservado un lugar central para el recuerdo de esos crímenes y la reflexión crítica sobre ellos.

Sin embargo, la reciente aprobación por parte del Congreso de una ley que declara de interés nacional y necesidad pública la introducción en el currículo nacional escolar del curso Historia del Terrorismo en el Perú constituye un gesto autoritario, un acto insincero de memoria y un nuevo atentado contra la educación en el Perú.

Como lo señaló en su momento el Consejo Nacional de Educación, “la enseñanza de la historia debe contribuir a fomentar el espíritu crítico y reflexivo de los/as estudiantes al analizar el pasado (alejándolos del juicio y las interpretaciones facilistas)”. Eso no se logra mediante una directiva del Congreso que no aparece coordinada con la lógica del currículo escolar, es decir, con sus principios, objetivos y métodos, sino que ordena simplemente a la incorporación de un contenido con una simple intención política.

Es evidente, por supuesto, que resulta esencial incorporar seriamente una enseñanza relativa a derechos humanos que incluya una reflexión sobre la violencia del pasado. Las conductas de los actores armados –y, en primer lugar, la de Sendero Luminoso- no puede quedar excluida de ello. De hecho, desde la investigación realizada por la Comisión de la Verdad y Reconciliación hace casi veinte años se viene reclamando desde diversos foros y espacios que tal reflexión sea incluida. A ello se han negado durante dos décadas grupos políticos afines a los que hoy han impulsado esta iniciativa.

Esta iniciativa no corresponde a un interés genuino por mejorar la educación, sino que es expresión de una pugna política. Está, por un lado, la despreocupación por la pertinencia pedagógica de un curso con el nombre propuesto. Es decir, la cuestión de cómo se inserta efectivamente en el diseño curricular. Pero, de otro lado, está el dato elocuente de la parcialidad de la propuesta, es decir, la omisión deliberada de los crímenes que también cometieron los actores estatales (policía y fuerzas armadas) y paraestatales (comités de autodefensa). Una auténtica reflexión que lleve a valorar la paz y los derechos humanos necesita ser, por encima de todo, una reflexión que parta de los hechos objetivos y una reflexión que se haga de buena fe, sin otra toma de partido que la defensa de la democracia y el Estado de Derecho. En este dominio, toda parcialidad, todo silencio, tiene una implicancia activa y conduce a la justificación de los delitos y abusos de un sector mediante la atención exclusiva a los del otro sector. En ese sentido, no es una propuesta de aprendizaje contra la violencia y el crimen, sino una lección de selectividad interesada.

Hay que insistir, desde luego, en que el sistema educativo peruano necesita incorporar el conocimiento y la reflexión crítica sobre el pasado violento. Pero debe hacerlo a partir de criterios pedagógicos y de principios humanitarios que denoten conocimiento técnico y convicciones democráticas sinceras.