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Editorial 26 de abril de 2022

Foto: El País

Existe una justificada alarma sobre el incremento de la conflictividad social en el país. Las movilizaciones de protesta y los conflictos se multiplican y se diversifican. Persisten y crecen los conflictos vinculados con proyectos extractivos y con afectaciones al medio ambiente y al territorio. A esos se suman protestas asociadas a las penurias económicas de diversos sectores productivos y de consumo, penurias que se explican parcialmente –no completamente—por el impacto mundial de la invasión de Rusia a Ucrania. Ello no es todo. El panorama se complejiza por las expectativas, por el momento frustradas, de distintos sectores de la población a los que el gobierno hizo promesas de cambio y mejora. Esas promesas no se hacen realidad ya sea por falta de voluntad o de capacidad del gobierno, ya sea por la inconducente y paralizante refriega política en que este y la oposición están inmersos desde julio de 2021.

Así, en su reporte mensual sobre conflictos sociales del mes de marzo la Defensoría del Pueblo registra 160 conflictos activos y 48 conflictos latentes. Tan importante e inquietante como las cifras es la evidencia de una tendencia creciente ininterrumpida desde marzo del año anterior.

A eso hay que añadir, para tener una medida adecuada de la complejidad del panorama, lo siguiente: si por un lado aumentan los conflictos, por el otro lado se reduce la capacidad del gobierno para darles solución. Es cierto que en muchas de esas instancias se ha reaccionado instaurando diálogos. Eso es positivo en sí mismo, en la medida en que el Estado debe abandonar la respuesta meramente represiva que ha predominado en décadas anteriores.

Sin embargo, esos diálogos, aunque varias veces han sido presentados como exitosos, en realidad tienden a convertirse en nuevos focos de frustración, pues los acuerdos u ofrecimientos del gobierno no son cumplidos. O, en otros casos, el gobierno actúa cediendo a los reclamos de los sectores movilizados sin preocuparse de encontrar un equilibrio entre esos reclamos y las necesidades de política pública y de gobernabilidad en bien de la ciudadanía.

Esta reducción de la capacidad de gestión estatal de los conflictos es un reflejo de un debilitamiento más amplio de las capacidades estatales. Esto se relaciona, como se sabe, con las decisiones del gobierno en materia de nombramientos de autoridades y funcionarios, que obedecen a un criterio de repartición del poder por cuotas antes que a un criterio de servicio público. Todo ello se suma a los diversos factores que desde hace años amenazan a la estabilidad del sistema democrático y a las garantías de derechos a la población. La deficiente gestión de conflictos debería figurar, así, como una de las preocupaciones principales entre las muchas que aquejan al sistema política peruano.