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Editorial 27 de marzo de 2018

La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski a la Presidencia de la República es el clímax de un prolongado proceso de descomposición política del país, pero podría resultar solamente un hito intermedio en ese proceso, no su punto final, si no se toma adecuadamente la medida de esta crisis.

Tomar esa medida implica comprender que los hechos de estos días expresan un fracaso del proyecto de consolidación democrática iniciado hace diecisiete años. Ignorar esos vínculos equivaldría a quedarse en lo incidental, en el episodio estridente. Significaría no haber entendido ni aprendido nada. En las próximas semanas y meses el país necesita hacer una reflexión con perspectiva histórica que supere la mirada banal que ofrecen los medios de comunicación y las versiones autocomplacientes de los actores políticos implicados.

Desde luego, buscar una comprensión de los hechos en su contexto más amplio requiere, en primer lugar, tener una interpretación clara de lo inmediato. Y lo inmediato es el hecho de que el Presidente de la República y su entorno –ministros, consejeros, congresistas más allegados— devinieron un equipo de gobierno vulnerable porque eran un equipo ilegítimo. La ilegitimidad, como se sabe, es algo más que la legalidad. Si Kuczynski fue electo en comicios limpios, su gobierno devino ilegítimo por diversas causas. Dos de ellas son fundamentales: los numerosos y convincentes indicios de corrupción en contra de Kuczynski, y la traición de este al electorado que lo llevó a la presidencia y a las fuerzas que lo protegieron contra un primer intento de destitución. El indulto fraudulento dado a Alberto Fujimori mostró al Presidente como un político ajeno a principios básicos de honorabilidad y respeto a la ley.

Pero estos hechos se inscriben en un contexto más amplio. Quienes han determinado la caída de Kuczynski son los miembros de una organización política que a su vez tiene muchas cuentas que rendir al país y que se caracteriza por su conducta antidemocrática. Es emblemático que el elemento que determinó la renuncia, ayer, fueran las grabaciones de un emisario de Keiko Fujimori en las que muestran a Kenji Fujimori comprando votos con prebendas.

No se trata, así, de un triunfo de una fuerza democrática y moralizadora sobre un gobierno devenido ilegítimo. Esta transición no aparece como un gesto de regeneración democrática. La renuncia de Kuczynski no es el paso a un momento nuevo sino un escalón más abajo en la crisis. Es un incidente tan gravoso para nuestra democracia como lo habría sido su permanencia. Algunos componentes de esa amplia crisis son la corrupción endémica al más alto nivel dentro del esquema de sobornos de Odebrecht; el desmantelamiento o sometimiento de instituciones encargadas de custodiar el Estado de Derecho; la injerencia de movimientos inciviles –fundamentalismos religiosos– para obstaculizar el reconocimiento de derechos; la extrema dispersión y distorsión de las organizaciones políticas, la cual priva a la ciudadanía de representación política efectiva; y un modelo de negocios que, apoyado por la ideología del Estado mínimo, subordina el interés público al interés privado mediante prácticas que se sitúan en los márgenes de lo legal.

Es fundamental sacar las lecciones de este episodio –es decir, comprenderlo como parte de un proceso de descomposición democrática– para hacer de él algo distinto de lo que por ahora es: un ajuste de cuentas entre grupos de interés. Corresponde a la sociedad civil ser al mismo tiempo vocera de una demanda de justicia sobre los actos de corrupción que hoy indignan justificadamente a la ciudadanía, y promotora de una reflexión crítica, basada en principios y en conocimiento, sobre el camino que nos ha traído a este punto.

La renuncia del Presidente es, ciertamente, una derrota para nuestra democracia, pero no porque él fuera un demócrata sino porque pone en evidencia de la manera más tangible la fragilidad de nuestras instituciones. Mientras no las reformemos ellas siempre podrán ser arrastradas en su caída por el oportunismo, el autoritarismo, el egoísmo elitista y la corrupción.


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