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Editorial 28 de agosto de 2018

Este 28 de agosto se han cumplido 15 años desde la presentación del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Hay formas diversas de apreciar la importancia de ese documento en la vida pública nacional. Una de ellas es su vigencia en los debates políticos y sociales de nuestro tiempo a pesar del tiempo transcurrido, de la negligencia del Estado respecto de su difusión y de los intentos grotescos por desacreditarlo incluso desde antes que fuera hecho público.

El Informe Final fue, en primer lugar, un reconocimiento a las víctimas de las graves violaciones de derechos humanos perpetradas por las organizaciones subversivas, Sendero Luminoso y el MRTA, y también por agentes del Estado. Uno de los más ominosos silencios en una sociedad que emerge de la violencia es aquel sobre la existencia de víctimas. La CVR puso en el centro de nuestra discusión esa realidad que era opacada por relatos militaristas y llamados a simplemente “dar vuelta a la página”.

Así, el Informe Final ha sido, en primer lugar, un servicio a las víctimas, que no solo consiste en brindarles el reconocimiento debido, sino también en proveerlas del sustento histórico, documental y legal para el reclamo de sus derechos.

Pero donde hay víctimas hay perpetradores y responsables. Es justo decir que el Informe Final es, también, un llamado a incorporar en nuestra sociedad un sentido de responsabilidad y de contrarrestar esa cultura de impunidad que prevalece históricamente. El Informe, así, documenta los abusos y violaciones de derechos humanos cometidos, señala quiénes fueron sus perpetradores hasta donde es posible y establece el carácter o la naturaleza de tales delitos. No se trata de “excesos” o de “abusos” o de “equivocaciones”, como acostumbran decir los perpetradores, sino de actos que por su carácter sistemático o generalizado alcanzan la categoría de delitos de lesa humanidad. Nuestra sociedad se ha resistido, sin embargo, a incorporar esa cultura de responsabilidad. Respecto de los crímenes de agentes estatales prevalece la indiferencia, cuando no el negacionismo, y respecto de los de Sendero Luminoso se ha consagrado la categoría abarcadora, y algo nebulosa, de terrorismo, cuando hay crímenes graves y específicos que imputar. Por ejemplo, la Comisión de la Verdad señaló que en el caso del cautiverio de la población ashaninka por Sendero Luminoso pudo haberse configurado el delito de genocidio –el más grave de los crímenes internacionales—y recomendó profundizar investigaciones al respecto. Desde entonces, cuatro gobiernos se han sucedido, todos ellos han empleado el término “terrorista” como una bandera para todo uso, y ninguno ha dado ni un paso para demostrar el carácter genocida de Sendero Luminoso.

Finalmente, la Comisión hizo en su Informe Final una reflexión documentada sobre los factores que hicieron posible el conflicto y las violaciones impunes, y sobre las secuelas que todo ello ha dejado en las víctimas y en la sociedad. A partir de ahí surgen recomendaciones de reparaciones, justicia, verdad y reformas institucionales. De todo ello es muy poco lo que ha sido atendido. Se puede decir que solamente en el área de reparaciones ha habido un esfuerzo organizado, aunque todavía diste de ser satisfactorio para las víctimas, mientras que en materia de reformas institucionales la acción del Estado ha sido prácticamente nula.

Hoy enfrentamos una situación particular. Muchos de los males que hoy en día enfrentamos están, de un modo o de otro, señalados en el informe de la CVR y es a ellos que respondían las recomendaciones no atendidas. Al mismo tiempo que se hace patente la vigencia de lo expuesto y lo recomendado en el Informe Final, sin embargo, crece una ola de hostilidad a la verdad y de negacionismo, una tendencia que recurre a la mentira, la tergiversación y los engaños más grotescos para desacreditar el trabajo realizado por la CVR, las víctimas y las iniciativas de memoria existentes. Frente a una memoria humanitaria, cívica, inclusiva, que reconozca las grandes fracturas del pasado, se quiere imponer una versión del pasado de corte militarista, unilateral, simplificador, proclive a la impunidad y despectivo de los derechos de las víctimas.

Ese intento por instalar una versión del pasado antidemocrática y excluyente cuenta con fuertes aliados en la política, los medios de comunicación y colectividades diversas. Pero tiene en su camino, pese a su ímpetu, un enorme obstáculo. Y ese obstáculo es la verdad expuesta en el Informe Final en agosto de 2003, sustentada en casi 17 mil testimonios, asumida por las víctimas, validada por investigadores e instituciones peruanas y de muchas partes del mundo y apoyada en convicciones cívicas, democráticas y humanitarias. El Informe Final de la CVR ha sido en esta década y media, y seguirá siendo, una voz imprescindible ineludible en los esfuerzos por consolidar la democracia en nuestro país.


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