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Editorial 19 de julio de 2022

Con dos días de diferencia, se han cumplido treinta años de dos de los más atroces crímenes perpetrados durante el conflicto armado interno. Uno de ellos fue el ataque terrorista en la calle Tarata, en Miraflores, cometido por Sendero Luminoso el 16 de julio de 1992, el cual dejó una considerable cantidad de muertes y de personas heridas. El otro es el secuestro y ejecución extrajudicial de un profesor y nueve estudiantes de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, conocida como La Cantuta, llevado a cabo el 18 de julio del mismo año por un destacamento militar, el escuadrón de la muerte conocido como Grupo Colina.

Mucho se ha escrito sobre ambos crímenes, que permanecen, y deben permanecer, en el centro de nuestra memoria de la violencia por diversas razones.

Si bien es cierto que los actores armados se encarnizaron de manera particular con la población rural, andina o amazónica, y que fue en sus territorios donde la violencia golpeó de la manera más cruenta, existe también una memoria urbana del horror que debe ser conservada.

Ambos crímenes son comparables, entre varias razones, por su carácter fríamente planificado y por el absoluto desprecio de sus perpetradores hacia la vida humana. Esa explosión en una zona urbana intensamente transitada, calculada para causar la máxima mortandad posible, nos habla de la naturaleza intrínsecamente homicida de Sendero Luminoso. El secuestro, la ejecución y el entierro clandestino de los estudiantes y el profesor de La Cantuta dan evidencia de las tácticas de aniquilamiento que desplegó el gobierno de Alberto Fujimori en esos años y de su desprecio a los derechos humanos.

Abimael Guzmán nunca dio ni una mínima señal de arrepentimiento ni pidió perdón a sus víctimas, ni al país en general, por crímenes como el ocurrido en la calle Tarata. Tampoco lo han hecho nunca los miembros de la dirigencia de Sendero Luminoso que lo sobreviven. Al contrario, o los han justificado como parte de una “guerra popular” o los han presentado, en todo caso, como un simple error táctico.

El crimen de La Cantuta, por otro lado, tuvo una ominosa prolongación en la estrategia de encubrimiento e impunidad desarrollada por el gobierno de Fujimori y Montesinos después de descubierto: primero se trasladó el juzgamiento del crimen al fuero militar; más tarde se dictó una ley de amnistía que beneficiaba a los perpetradores.

No se ha hecho completa justicia sobre estos crímenes. Las víctimas no han visto resarcidos los daños sufridos ni sus derechos plenamente respetados. En particular, los familiares de las víctimas de La Cantuta siguen esperando la identificación de todos los restos humanos de los estudiantes asesinados. De otro lado, ha tenido lugar cierto grado  de justicia mediante la condena de los máximos responsables. Abimael Guzmán fue condenado por el atentado terrorista de la calle Tarata. Alberto Fujimori fue sentenciado por los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta.

En su informe final, la Comisión de la Verdad y Reconciliación precisó que, si bien no establece una igualdad entre la policía y las fuerzas armadas, por un lado, y las organizaciones terroristas, por otro, sí es imperativo tratar a los crímenes cometidos con el mismo rasero, el de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario. No hay crímenes –y, sobre todo, no hay crímenes de lesa humanidad—que puedan merecer una valoración distinta según quién los cometa o por la motivación que aleguen sus perpetradores.

¿Cuánto ha aprendido la sociedad peruana de los años de la violencia? Queda la impresión de que, más allá de la sociedad civil, entre quienes hacen política activa, el aprendizaje es minúsculo y es frágil. En épocas de encono como las que hoy transitamos se percibe la renuencia de diversos sectores políticos a rechazar la violencia y las violaciones de derechos humanos por principio y sin ambigüedades. Las memorias se vuelven selectivas. Mientras de un lado se evita condenar frontalmente los crímenes de Sendero Luminoso desviando el tema hacia el problema de la injusticia social, otros niegan o reivindican sin reparos los crímenes cometidos por agentes del Estado o cobijados por el Estado. Son memorias rivales en la superficie. En lo sustancial, son memorias gemelas y solidarias en la apología del horror.

El recuerdo de crímenes como estos sigue siendo necesario. Su omisión o su debilitamiento es también un factor de la crisis que hoy experimentamos.