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Entrevistas 2 de diciembre de 2015

¿Por qué los seres humanos, frente a un gran proceso de violencia y violaciones a los derechos humanos, queremos recordar e, incluso, buscamos contar con políticas de Estado sobre la memoria y la construcción de memoriales?

Existe, en los últimos años, un gran número de sitios de memoria en el mundo, tanto memoriales como museos de memoria. Resulta paradójico que, en pleno siglo XXI, donde uno puede sentarse en el sofá de su casa y mirar cualquier parte del mundo desde una pantalla, según los estudios, más gente va hoy día a los museos.

Se han convertido en lugares donde las familias y los estudiantes van constantemente.

Se trata de una actividad cotidiana que ha crecido y, por tanto, cabe preguntarse las razones. Una posible explicación es una búsqueda – deliberada o no – de la identidad, o de relacionarse uno mismo o la familia con un colectivo. Veo que hay una fuerte relación entre la memoria y la identidad.

Hablamos de una identidad personal y colectiva.

En efecto. Nosotros nos definimos como seres humanos en relación con los otros. Ello implica también una memoria, tanto individual y colectiva. Otro elemento que permite un acercamiento a los museos es que estas instituciones se han preocupado más cómo crear un dinamismo entre el visitante y el museo, cómo crear una experiencia interactiva con la tecnología, por ejemplo, e involucrar al visitante mismo en la experiencia.

A nivel latinoamericano, otro elemento que puede estar pesando en la creación de memoriales y museos es el hecho que muchos de los familiares de las víctimas de violaciones a los derechos humanos desconocen el paradero de sus seres queridos. Ante esa situación, estos espacios se convierten en el único nexo tangible con el desaparecido. Es lo que ocurre con el monumento El Ojo Que Llora.

En el capítulo de mi libro sobre memoriales – Política y arte de la conmemoración: memoriales a la lucha política en América Latina y España – en torno a El Ojo Que Llora, indiqué que este monumento se convirtió en un lugar importante para los familiares de las víctimas. Recuerde toda la controversia que se suscitó en torno a su diseño, visto por algunos como algo demasiado abstracto y que sería lejano a las víctimas, quienes no se relacionarían bien con el memorial. Resultó que no fue así, que muchos familiares sienten una presencia, una mística allí, una paz. Sin embargo, se ha convertido en un espacio importante para muchas familias que quieren expresar su duelo.

¿De qué depende la apropiación de estos sitios de memoria? El Ojo Que Llora originalmente fue pensado como un espacio de reflexión y hoy se ha convertido en un lugar de conmemoración.

Esto ha pasado en muchos lugares en América Latina. En un estudio sobre Chile elaborado por Isabel Piper y Evelyn Hevia, se indica que en Santiago hay más de 260 memoriales y lugares de memoria relacionados con la violencia de la dictadura. Algunos de ellos se han convertido en espacios de conmemoración, como el Memorial a los Detenidos-Desaparecidos y Ejecutados del Cementerio General, el monumento a Salvador Allende o el puente Bulnes sobre el río Mapocho. Desde este último sitio se arrojaron los cuerpos de los asesinados durante los primeros días de la dictadura y allí mataron al padre Joan Alsina y se ha convertido en un lugar de peregrinación. Esto no se calculaba que iba a pasar.

Juegan roles muy variados. Los propios museos de la memoria son lugares de encuentro con las historias individuales con los procesos nacionales de violencia. Hoy día, a pesar del proceso insular que creó el Museo de la Memoria y Derechos Humanos en Chile, las organizaciones de derechos humanos usan mucho este espacio para realizar sus talleres, seminarios, foros y para atraer a personas de fuera para explicar lo ocurrido durante la dictadura de Pinochet. Si bien pueden existir temas congelados en la memoria traumática, también hay situaciones dinámicas y cambiantes. Los museos varían en sus roles.

Concentrémonos ahora en el Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, espacio oficial del Estado peruano sobre el periodo de violencia que se encuentra en proceso de implementación. ¿Cómo ha observado, desde fuera, esta dinámica complicada y difícil de armar para la instalación de este espacio?

Cuando vine el año pasado y asistí al LUM aún vacío. Justo antes de salir de Lima esta vez, gracias a Ponciano del Pino tuve la oportunidad de visitarlo de nuevo, y veo que están creando un espacio muy interesante, dependiendo de muchas de las técnicas que los museos tras el mundo están usando para incorporar al visitante – relatos, testimonios, imágenes, arte hecho por los peruanos más afectados. Sin tener un apoyo estatal fuerte, resulta difícil crear un museo de la memoria nacional oficial, pero el LUM está avanzando, y creo que va a ser un espacio muy interesante, importante para enganchar para muchos. Sin el involucramiento de grupos cruciales de la sociedad civil, es complicado. Veo que, en perspectiva comparada, el éxito de un espacio de memoria tiene que ver con el respaldo del Estado y la sociedad civil. Claro, hay otros peligros, como una posible apropiación estatal de la memoria que puede excluir voces importantes o su banalización.

¿Por qué el Estado peruano no se ha comprometido lo suficiente con el LUM, más allá de los esfuerzos de los miembros de la Comisión de Alto Nivel y, al mismo tiempo, tampoco ha existido una relación tan fluida con la sociedad civil que, por momentos, se ha mostrado muy crítica frente a los primeras muestras del guión museográfico?

Lo que he observado en general, en América Latina, es que cuando los actores políticos se dan cuenta que estas memorias traumáticas nunca desaparecen, resulta una buena estrategia para la clase política irse apropiando de este recuerdo, porque nunca va a desaparecer. Esta constatación es el estímulo para forjar una política pública sobre la materia. Los estadistas se han dado cuenta del poder que brinda la posibilidad de ejecutar estos símbolos. Aquí, con los últimos eventos que ha realizado el LUM en materia cultural, se busca un apoyo de otros sectores. La historia de la realidad vivida por el país en los últimos años del siglo XX, así como la actual correlación de fuerzas políticas, complica mucho el panorama.

La narración planteada por la Comisión de la Verdad y Reconciliación interpela directamente a todas las élites en el Perú. Desde la élite política, donde representantes de los partidos que gobernaron durante el conflicto postularán en las elecciones generales, así como al mundo empresarial, mediático e incluso algunos miembros de la Iglesia. La exposición fotográfica Yuyanapaq: para recordar tiene este mismo rol.

Aquí el caso colombiano resulta interesante para hacer una comparación. El informe Basta Ya, elaborado el Centro Nacional de Memoria Histórica, involucra a todos los actores: el Estado, la guerrilla, los paramilitares, los narcotraficantes, y el Museo Nacional de Memoria que se están construyendo en Bogotá cuenta con una fuerte presencia de “militantes de la memoria,” se puede decir, organizaciones de distintas regiones del país activas en cómo el Museo debe representarlas, con un equipo del Museo fuertemente respaldado por el Estado. Es interesante pensar porqué Colombia puede hacerlo.

Quizás una hipótesis sea es que aún sigue predominando la narrativa construida en la década de 1990, donde Alberto Fujimori y las Fuerzas Armadas aparecen como los triunfadores frente a Sendero Luminoso, quien era el principal responsable de los sucesos de violencia . Y, por tanto, había que “disculpar” lo que se denominaban “excesos”. Este discurso sigue estando presente en nuestras élites.

Resulta singular que los enunciadores de este discurso no hayan buscado apropiarse del LUM para plantearlo. En Argentina, por muchos años, dominó la “teoría de los dos demonios”, cuando sabemos que, estadísticamente, no había equivalencia entre los militares y los grupos en armas. Si bien, como señala la CVR, hay más víctimas producidas por Sendero Luminoso que por agentes del Estado, los miembros de las élites no han buscado apropiarse de este discurso.

Al mismo tiempo, en algunos sectores de las Fuerzas Armadas sí se ha hecho una reflexión sobre el tema. Al revisar el libro de Ponciano del Pino y José Carlos Agüero sobre la discusión en torno al LUM, los representantes castrenses reconocen que hubo sucesos que no debieron producirse, quieren una reivindicación de sus héroes, pero no buscan sacar de la narración los hechos que involucran a agentes del Estado. Sin embargo, en la reunión con representantes empresariales, se apreciaba – sobre todo al inicio del diálogo – una fuerte resistencia a la propia existencia del Lugar de la Memoria.

Concuerdo con esta apreciación. Y habría que añadir que la propia biografía del presidente Ollanta Humala complica cualquier respaldo político al LUM.

Otros países han vivido este proceso. Si uno quiere ser optimista, se puede ver que, transcurrido un tiempo, un espacio de memoria es apropiado por la gente cuando ve posibilidades. Es lo que he visto en el Museo de la Memoria de Chile, al que acuden más de 10,000 visitantes al mes, lo que no era seguro hace cinco años, cuando se inauguró. Importa mucho que cualquier memorial tenga actores sociales clave que lo respalden. Se puede conformar un cuerpo pequeño y serio que se apropie de estos espacios y le puedan dar vida.

Si bien existe esta posibilidad social de apropiación, hay riesgos en otros países. En Argentina, el presidente electo, Mauricio Macri, no tiene el mismo compromiso frente a la memoria alrededor de la última dictadura que tenían sus predecesores.

Cuando estuve en Buenos Aires hace algunas semanas, pude constatar que se habían impulsado proyectos sobre memoria antes de cualquier cambio. En el local de la exESMA, convertido ahora en museo, había cientos de visitantes. Por ello, sería muy difícil para el futuro presidente decidir su cierre, porque ya es un espacio apropiado. La sociedad civil argentina y el Ministerio de Educación, así como entes municipales, apoyan estos esfuerzos. La gente va y es muy difícil que se dejen de lado. En Chile, el Museo de la Memoria tiene un rol distinto al de los espacios recuperados, como los excentros clandestinos de reclusión, los cuales también hoy día están mucho más visitados, con estudiantes escolares, por ejemplo. El Museo de la Memoria de Chile sirve como un lugar que abre un círculo de la memoria, incluso cuenta hoy con visitantes de las Fuerzas Armadas (visitas siempre incómodas) y ha contribuido mucho a un imaginario público. Es lo que espero del LUM, que tiene otras posibilidades.

Lo que sí se ve en Perú es que, si bien existen dificultades con la edificación de lugares de memoria, como efecto directo del trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, existe una producción cultural muy fuerte sobre el periodo de violencia. Hablamos de manifestaciones artísticas como las artes plásticas, el cine, el teatro o la literatura. Y, sobre todo, en este último caso, son personas entre 25 y 45 años, que eran niños y adolescentes al momento de ocurrir lo más álgido del conflicto, quienes se deciden a realizar estas manifestaciones.

Este es un fenómeno importante. Siempre hubo una producción cultural muy rica en Perú. Esto ha pasado en otros países, donde la producción cultural ha sido mayor a la académica en torno a los periodos de violencia. Me gustó mucho un artículo con una crítica sobre la película NN, dirigida por Héctor Gálvez, donde se mostraba la tensión humana, no solo un tema político, sino la búsqueda de una mujer de los restos de su esposo. Se trataba de una empresa muy personal.

Como muestran los libros de José Carlos Agüero y Renato Cisneros, también hay un deseo de redescubrir quienes son los progenitores involucrados en un pasado de violencia. En el primer caso, el reconocimiento como hijo de senderistas. En el segundo, la historia de un padre militar con un discurso duro. Son reconstrucciones a partir de una historia íntima y personal, que buscan engancharse con una narrativa más colectiva.

Es algo muy común en el siglo XXI. En Chile también han salido documentales de los hijos de víctimas de la dictadura. Uno de ellos, Mi Vida con Carlos, fue hecho por un hijo de un desaparecido, que creció con la imagen política del padre y quería una imagen más familiar, pues tenía un año cuando se vio por última vez a su papá. El otro, más reciente, es Allende, mi abuelo Allende, exhibido en el Festival de Lima, que es una interpelación dura a la familia del expresidente, que viene de una joven que quiere a su familia y, al mismo tiempo, quiere saber cómo se vivió tanto tiempo con tantos secretos. Es una producción cultural muy fuerte y que no va a desaparecer.

Para culminar, ¿esta producción cultural más cotidiana es algo que los lugares de memoria pueden recoger? ¿O estos espacios están destinados a una tensión entre una mirada más nacional frente a visiones regionales o personales?

Hablando con un guía Jordi Huguet, que ha reflexionado mucho sobre su rol en el Museo de la Memoria de Santiago, , él me indicó que existía mucha presión sobre lo que debía ser este espacio. “Es como que la gente espera que el Museo debía ser todo para todos: como repositorio y dispositivo”. No podemos esperar todo de un museo. Se nos ofrece un espacio y, cada quien, desde su propio espacio, debemos ver qué hacemos con el mismo, qué tipo de conversaciones y qué nos provoca hacer con él.

(02.12.2015)