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Entrevistas 25 de mayo de 2014

Minutos después de la explosión, Michiko Hattori, despertó al sentir en el cuerpo el leve golpe de la bota de un militar japonés. La conciencia se le había esfumado por unos minutos, no recuerda cuántos, pero sí había logrado percibir que ese día, por la mañana, su vida sufrió una profunda y terrible transformación, que la acompañaría años de años, dolor tras dolor.

Estaba en Hiroshima, a 3 kilómetros del lugar donde el Enola Gay, a las 8 y 15 del lunes 6 de agosto de 1945, soltó a Little Boy, la perversa bomba de uranio que provocó en unos segundos una temperatura de un millón de grados centígrados.

El peso del Recuerdo

Michiko, entonces de 16 años, era una enfermera que trabajaba para el ejército japonés. Hoy, a sus 85 años, rebusca en sus recuerdos con una dulce tranquilidad, que de pronto es interrumpida por algunas lágrimas serenas. “El soldado entonces –relata– me pidió que saliera del lugar, por lo que fui a un refugio subterráneo. Luego salí y ayudé a armar una tienda de campaña”.

Estaba todo destrozado, según cuenta. Las casas, las veredas, las pistas, los cuerpos de la gente. Algunos sobrevivientes deambulaban por las calles pidiendo agua y exhibiendo retazos de piel quemada, que se les resbalaban por las uñas.

Es una imagen que también se le quedó grabada a Jongkeun Lee, un coreano que al igual que Michiko sobrevivió al horror atómico.

Ambos están ahora en el auditorio ‘José Dammert’ de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), junto con 6 hibakushas (‘persona que recibió una bomba’ en japonés), que llegaron a Lima a dar su testimonio, a bordo del Peace Boat, un barco con un nombre suave y esperanzador.

Desde sus decidoras canas, Michiko recuerda lo que pasó después. Algunas personas murieron delante de ella, ante la brutal imposibilidad que tenía de ayudarlas en medio de una ciudad asolada por la radiación. Ni siquiera sabían que se trataba de eso, de una bomba nuclear, y apenas atinaban a ponerle a los pacientes alguna pomada para las quemaduras.

No era suficiente, y el cuadro de espanto se agravaba porque no había ni agua, ni comida. Solo desolación, en el 70% de la ciudad, y unos 70 mil muertos, que perecieron instantáneamente, además de otros 70 mil heridos. “Un soldado –cuenta– me dijo que mejor atendiera a quienes podían salvarse”.

Apenas 7 días después, el 15 de agosto, terminó la guerra, cuando el emperador Hirohito anunció la rendición de Japón. Pero para Michiko  vendría una batalla interior, y exterior, contra sus propios recuerdos y contra los avatares que, desde entonces, tuvo que enfrentar por ser simplemente una hibakusha.

Un día en Nagasaki

A Seichiiro Mise, de 79 años, el horror lo alcanzó tres días después de lo ocurrido con Michiko. Contaba con sólo 10 años y se encontraba en Nagasaki, una ciudad que ya conocía el zumbido de los bombarderos aliados. Precisamente por eso, a las 11 de la mañana del miércoles 9 de agosto de 1945, se encontraba en su casa, tratando de imitar el sonido de los aviones con un órgano.

“Mi madre me llamó –dice– y me pidió que ya no hiciera más ruido, cuando de pronto vi un gran destello de luz”. Se trataba de Fat Man, la segunda bomba atómica lanzada en la historia. Solo tres días después de lo acontecido en Hiroshima, la radiación volvía a asomarse sin rubor.

Seichiiro cuenta que volaron las ventanas y las alfombras de la casa, pero felizmente nadie salió dañado, tal vez porque, inmediatamente, todos –eran 6 hermanos, la madre y una tía– se arrojaron al piso y aplicaron el método, de urgencia, que el gobierno japonés había establecido para protegerse de una bomba: tirarse al piso, taparse los oídos y la nariz, y abrir la boca.

A pesar de estar protegidos por un cerro que dividía la ciudad, y de estar a 3.6 kilómetros de donde cayó la bomba (que en este caso era de plutonio e hizo explosión a 469 metros de altura), la sensación de horror alcanzó a la familia. La madre del pequeño gritaba a voz en cuello los nombres de todos sus hijos, ante la inseguridad de que hubieran escapado con vida.

Los días posteriores fueron de una dura escasez. No había qué comer, ni beber, y solo se abastecían de las plantaciones cercanas, ante el desconcierto que cundía en ambas ciudades japonesas. “Ni siquiera –sostiene Seichiro- sabíamos que era la bomba atómica.  Escuchamos que en Hiroshima estalló una nueva bomba, pero nada más”.

No había electricidad por lo que era prácticamente imposible saber qué había pasado. La misma prensa estaba desconcertada y solo tiempo después se supo que Nagasaki tuvo la pésima fortuna de ser un objetivo porque el cielo de Kokura, el blanco principal en los planes de los Estados Unidos, estaba nublado.

Huellas persistentes

Para Michiko, el fin de la guerra y el advenimiento de la posguerra no significó el fin de sus sufrimientos. Con el paso de los años le tuvieron que extirpar una parte del pulmón y nunca se pudo casar porque, en Japón, ser un hibakusha podía implicar, en los hechos y más allá de la compasión, la imposibilidad de encontrar un compañero para toda la vida.

Pero ella sí tuvo hijos, gracias a un episodio providencial. Sumergida en el dolor de su memoria, en la soledad de la discriminación, un día se quiso tirar al mar. Un hombre menor que ella la vio, se le acercó y le pidió que no lo hiciera. Ambos luego forjaron una relación, que devino en el nacimiento de 3 niños, uno de los cuales nació con una pierna más grande que la otra.

Cuando Michiko se acuerda de eso, llora, como si en su recuerdo se empozara el terror. No pudo contraer nupcias, ni vivir con el padre de sus hijos, debido a la resistencia de la familia, aunque aquel hombre que la salvó, según evoca, no se despreocupó de ella ni de sus niños.

No todos los hijos de los hibakusha, empero, tuvieron una vida posterior llevadera. Los casos de cáncer y leucemia, tras las explosiones, se expandieron entre ellos, década tras década, como un aire perverso que se niega a esfumarse.

Sadako Sasaki, una niña que a diferencia de Michiko estuvo más cerca del epicentro de la explosión, tenía dos años cuando el Enola Gay pasó a la historia de la infamia. A los 11 se le presentó una leucemia incontrolable, al menos en esa época. Murió un año después, pero antes dejó como legado 644 grullas de papel hechas con sus delicadas y sufrientes manos.

Nunca más, ojalá

Lee, el hibakusha coreano, está ahora contando cómo vivió el horror. Tenía 15 años, iba en un ferrocarril y, de pronto, el cielo se iluminó de una manera extraña, distinta, con un destello que no era como el que producían otras bombas. Él sí sufrió quemaduras en el cuerpo, en el cuello, en las piernas. Recibió directamente la radiación.

En su nuca se alojaron unos gusanos, debido a una infección que no cedía. Su madre sufrió a su lado, durante semanas, a fin de que el joven pudiera salvarse del ataque a Hiroshima. Lo logró y hoy, a sus 86 años, ese hijo sigue contándole al mundo qué pasó, cómo fue ese día de sombras, ocasionado por una de las cumbres más altas de la imbecilidad bélica y humana.