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Nacional 17 de julio de 2020

Compartimos el artículo de Elizabeth Salmón, directora ejecutiva de IDEHPUCP, publicado por Diálogo Derechos Humanos en alianza con Konrad Adenauer Stiftung.


Como en muchos países del mundo, la pandemia de Covid-19 y las acciones emprendidas para controlarla tiene en el Perú efectos multidimensionales. Son, evidentemente, efectos materiales sobre personas y colectividades, pero, así mismo, son efectos que impactan sobre el estado de Derecho, la institucionalidad del Estado y sus relaciones con la sociedad. El respeto de los derechos humanos es uno de esos ámbitos potencialmente afectados, y es sobre ello que tratará esta reflexión.

A inicios del mes de junio, se registraba en Perú más de 180 mil contagiados; la cifra de decesos era superior a 5 mil. No obstante, el Estado había tomado enérgicas medidas de control tempranamente. Pero, más allá de su efectividad, en apariencia débil, ¿qué nos dicen estas medidas sobre el Estado peruano y su conciencia de ser garante de derechos humanos? En este artículo señalaré que las respuestas dadas por el Estado peruano a esta situación son portadoras de una tensión entre dos lógicas, y me referiré a las implicancias que ello tiene desde la óptica de los derechos humanos.

El Estado peruano ha adoptado medidas de amplio espectro que incluyen cuarentena, cierre de fronteras, toque de queda y medidas de aislamiento social obligatorio. Esa variedad puede ser clasificada bajo dos lógicas que buscan complementarse, pero que no siempre coexisten de manera armoniosa. Existe una lógica de la seguridad, que prioriza la seguridad privada y pública ante el riesgo de contagio y que aplica medidas de restricción y represión a todos por igual. Esta lógica se manifiesta en la suspensión de la libertad y la seguridad personal; de derechos de tránsito y reunión, y también en la suspensión de la inviolabilidad de domicilio. Ella incluye también la opción por encargar el control a las fuerzas policiales con el apoyo de las fuerzas armadas en nuestro país.

Pero hay, por el otro lado, una lógica de apoyos sociales. Esta lógica implica, en buena cuenta, el reconocimiento de que si bien, como decía el Secretario General de las Naciones Unidas, el virus no discrimina, sus efectos sí lo hacen. Así, lo que hace esta segunda lógica social es reconocer diversas formas de vulnerabilidad preexistentes y las notorias debilidades del Estado peruano.

En relación con la lógica orientada a la seguridad, hay que tener presente que el Estado peruano declaró el estado de emergencia el día 15 de marzo, y que éste continuará vigente hasta el día 30 de junio (con la posibilidad de prolongarse según la evaluación que realice el gobierno). Si se cumple el plazo estipulado, resultará que el Estado peruano habrá tenido en total 106 días de cuarentena, lo que sitúa al Perú en los primeros lugares entre los países con las más largas cuarentenas en todo el mundo.

Esta situación coexiste en el Perú con una percepción pública que tiende a “normalizar” los estados de emergencia, lo cual es un efecto de la historia política y social del país de las últimas décadas. Como se sabe, Perú sufrió un conflicto armado interno entre 1980 y 2000, además tuvo una experiencia autoritaria bajo el gobierno de Alberto Fujimori, a lo que se suma una secuencia de desastres naturales que también implicaron la aplicación de medidas de excepción. Por lo tanto, el tema de que haya un estado de emergencia no es, necesariamente, algo que sobresalta per se. Y, sin embargo, tendría que ser algo siempre preocupante, entre otras razones porque la declaración de tales estados sigue un modelo de autoinvestidura. Es decir, es el propio Presidente quien, con el acuerdo del Consejo de Ministros, lo decreta sin requerir la autorización del Congreso.

En el Perú no hay una normativa integral sobre el estado de emergencia o de excepción sino una normativa dispersa y fragmentaria. A ello se añade una debilidad de los controles institucionales. Precisamente, a la luz de la proliferación de violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado, la Comisión de la Verdad y Reconciliación recomendó en su Informe Final del año 2003 que se adoptara una ley sobre estados de excepción, pero eso no ha sido cumplido. Ante esas falencias del orden normativo peruano, la jurisprudencia de la Corte Interamericana tiene una relevancia muy alta. Los estándares del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y el control de convencionalidad sobre las medidas que se están tomando aparecen también como necesidades para la preservación del Estado de Derecho en el Perú y en la región en general.

Un ejemplo del riesgo que suponen las medidas de lógica represiva en el Perú es la reciente emisión una la ley que establece que, si los agentes de la policía o de las fuerzas armadas utilizan sus armas de manera reglamentaria, no habrá sanción penal ni pueden ser objeto de detención preliminar. Es una ley que limita el requisito de proporcionalidad en el uso de la fuerza. De otro lado, el uso de la tecnología digital en el control social también abre preguntas. Hay, por ejemplo, un programa denominado “Te cuido Perú” que se encarga de vigilar, monitorear e inmovilizar a personas contagiadas y a su entorno. ¿En qué medida se está efectuando geolocalización y acceso a datos a pesar de que el estado de emergencia no autoriza constitucionalmente a levantar los datos personales sin consentimiento del ciudadano?

En cuanto a la lógica de apoyo social, evidentemente el Estado tiene conciencia de que vivimos en un país con profundas desigualdades y de que, en consecuencia, es necesario dar medidas que alivien en algún grado las formas de vulnerabilidad preexistentes. Por ejemplo, se ha dictado una medida de aislamiento, pero hay personas que no pueden aislarse simplemente porque viven en la calle o porque en sus hogares no tienen acceso a servicios básicos como el agua. Esta última carencia, además, les impide adoptar las medidas de higiene imprescindibles para evitar el contagio. Así mismo, entre la población económicamente activa en el Perú hay una enorme proporción de trabajadores informales, personas que si se quedan en casa simplemente no podrían satisfacer sus necesidades básicas de alimentación o vivienda.

Frente a esto, el Estado peruano ha planteado un programa de transferencia focalizada o de ayudas sociales y está invirtiendo en eso 25 mil millones de dólares (12 por ciento del PBI). Ha habido bonos de ayuda directa a familias rurales y a personas en situación de vulnerabilidad económica. También ha habido transferencias para policías, militares y agentes penitenciarios. Sin embargo, estas ayudas sociales también se han encontrado con un problema enorme, que es la debilidad institucional del Estado. No existe una sola entidad que tenga datos precisos y actualizados sobre quiénes son las personas que debían recibir la ayuda. De otro lado, la defectuosa operatividad de los bancos ha llevado a que se produzcan grandes aglomeraciones para recibir estos bonos, lo cual, ciertamente, incrementa los niveles de contagio.

Adicionalmente, hay que señalar que, como muchos otros países de la región, el Perú alberga diversas formas de vulnerabilidad particulares a ciertos grupos de población: pueblos indígenas, mujeres, población carcelaria, migrantes (mayormente, ciudadanos venezolanos), minorías LGTBI, etc. Si bien las medidas sanitarias y de control al contagio necesitan ser generales, también es cierto que, bajo una óptica de derechos humanos, el Estado tiene la obligación de afinar sus decisiones para responder a las necesidades y riesgos que afectan a ciertos grupos específicamente. Aquí se ve, en efecto, un punto de tensión entre la lógica de la seguridad y la lógica del apoyo social.

Finalmente, y tal como está ocurriendo en otros países, el Perú experimenta, en este contexto, unas dinámicas de movilidad humana excepcionales debido al hambre, a los desalojos y a la destrucción de oportunidades económicas. Mucha población que residía en Lima o en grandes ciudades ha empezado a emprender el retorno a sus lugares de origen. Se ve grandes masas humanas caminando para llegar a zonas del norte u otras regiones del Perú donde esperan tener alojamiento y alimentación. Eso, a su vez, ha inducido a tomar medidas de represión, porque estas aglomeraciones en movimiento producen contagio, pero también ha generado la necesidad de crear albergues para algunas personas que tienen que someterse a cuarentena porque dieron resultado positivo en las pruebas de descarte de Covid-19. A inicios de junio, eran cerca de 25 mil los retornantes y 3 mil quienes se encuentran en albergues implementados por el Estado.

En suma, la exigente situación que enfrenta el Estado peruano ha desnudado su profunda debilidad institucional y lo obliga a hacer una revisión de su papel en esta crisis y en las otras que ha enfrentado y enfrentará: es decir, preguntarse qué hace el Estado y qué debe hacer en el futuro para cumplir su obligación política, jurídica y moral de ser un garante efectivo en materia de derechos humanos.