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Nacional 12 de octubre de 2021

Félix Reátegui, investigador del Instituto de Democracia y Derechos Humanos, escribió un artículo para la revista Intercambio sobre la etapa postelectoral.


Un proceso electoral con dieciocho candidatos a la presidencia no es, necesariamente, un hecho insólito en el Perú. Esa dispersión refleja la debilidad crónica del sistema político, cuya incapacidad para generar organizaciones políticas sólidas antecede, incluso, a la crisis de los partidos de la década de 1990. El problema no es, solamente, que no existan partidos organizados. La implicancia mayor de esto es que en el proceso político peruano no se aglutina intereses, demandas o ilusiones en torno de unas cuantas opciones electorales creíbles. El problema institucional es un problema de credibilidad, y este se traslada, a la larga, a un problema de desafección hacia la democracia.

Pero si la dispersión no es novedosa, el tipo de resultado obtenido en esta elección sí es llamativo. El hecho es que la ciudadanía tuvo que elegir presidente de la República entre dos candidatos que reunían juntos apenas el 26 por ciento del apoyo del electorado.[1] Dos candidaturas muy minoritarias llegaron, así, a una segunda vuelta en la que ambos casi empataron con el 50 por ciento de las preferencias. El resultado aritmético genera inevitablemente un ganador y un Presidente de la República: produce una hecho legal y político. La realidad social, sin embargo, no debería quedar opacada por la realidad política. Estamos ante una muy aguda crisis de representación y de confianza, apenas disimulada por las adhesiones militantes que fueron inevitables en la segunda vuelta. En los dos sectores se condena la corrupción, el autoritarismo, y la falta de preparación y de programas en campo opuesto, y se ignora o se niega los mismos problemas en el campo propio.

Es natural que muchos se pregunten cómo llegamos a esta situación. Pero esa pregunta no significa lo mismo para todos. Para el observador más o menos neutral, ella se refiere al estado de deterioro institucional y de debilidad del régimen representativo en que nos encontramos. Pero desde las opciones o sensibilidades ideológicas de izquierda y de derecha la misma interrogante adquiere distintos sentidos.

Desde la izquierda, el punto de llegada –el esto de la pregunta—no deja de tener alguna resonancia positiva. Es entendido como el triunfo de una opción popular, aunque esta sea a primera vista improvisada, caótica y con latencias autoritarias. Desde la derecha, se trata de entender cómo es que, presuntamente, nos hemos colocado a las puertas de una experiencia “comunista” que amenaza destruir el régimen democrático y la economía de mercado. En realidad, las respuestas que se dan desde ambos lados iluminan, cada una a su modo, el camino del deterioro institucional al que se refiere la pregunta originalmente.

El Perú y su emergencia crónica

El triunfo de Pedro Castillo ha sido saludado por los sectores políticos e intelectuales de izquierda como la emergencia de un Perú marginado, nunca escuchado ni atendido, que ha conseguido abatir las barreras puestas por el Perú oficial, urbano y criollo. Es una interpretación estimulante, pero también curiosa por recurrente. La misma lectura ha sido realizada desde el pase de Alberto Fujimori a segunda vuelta en las elecciones de 1990. El hecho de que entonces el derrotado fuera Mario Vargas Llosa le dio un vuelo especial a la interpretación simbólica. Fue ineludible el relato –no desacertado en ese momento—según el cual las masas ignoradas habían colocado en la presidencia a un oscuro profesor universitario dejando con los crespos hechos al intelectual más connotado del país, que además era apoyado por todo el aparato propagandístico y económico del Perú oficial. Desde entonces, ese relato ha reemergido, por ejemplo, cuando las dos candidaturas de Ollanta Humala. Sin contar las veces en que el mismo relato ha aparecido para explicar las derrotas de Keiko Fujimori en 2011 y 2016, se podría decir que el triunfo de Pedro Castillo sería la cuarta vez en treinta años en que el Perú real emerge y rebalsa los diques del Perú artificial.

Pero si esa historia está bien contada, haría falta explicar por qué esas sucesivas emergencias del Perú real no se han materializado en un cambio de estructuras o de programas, y la respuesta a eso solo puede ser hallada o en la solidez del establishment (lo cual incluiría su aceptación popular) o en la fragilidad, e inclusive la vaciedad, de los actores políticos que lo desafían. Y no se trata únicamente de la inconsistencia de los eventuales representantes de la opción de izquierda o popular. También estaría en cuestión la convicción de su electorado –esto es, el sentido real de ese voto– y la posibilidad de convertir sus diversos intereses en una opción política definida y sostenible al menos por cinco años.

La situación presente no se aleja mucho del esquema de interrogantes esbozado. La pregunta sobre “cómo llegamos a esto” se refiere a qué hizo posible la llegada al gobierno de una agrupación de izquierda que se presenta como no limeña, que reivindica lo indígena y la pluriculturalidad y, sobre todo, que siente que ha puesto en jaque de manera inédita a la estructura del poder constituida desde el origen de la República. Debería llamar más la atención esta perspectiva historicista, pues se trata a fin de cuentas de un tropo recurrente en la historia del país, bajo la forma de caudillismos regionales, estéticas indigenistas, revueltas contra los abusos y reformas de impacto significativo como la del gobierno de facto de Juan Velasco Alvarado. Hoy día eso reaparece expresando una “estructura de sentimiento”, para usar el concepto de Raymond Williams, que compila una variedad de símbolos y valores. (No es ocioso señalar, por lo pronto, que en las primeras semanas del nuevo gobierno los entusiasmos están centrados en lo simbólico. Los actos y gestos de los nuevos gobernantes no son valorados por su utilidad práctica y ni siquiera por su coherencia ideológica, sino en cuanto símbolos que sugieren un acto de redención y, correlativamente, un acto de revancha). Estamos en el plano de lo intuitivo, no en el de la política programática. Son entendibles, por ello, el recurso a las muletillas que remiten a la cultura de izquierda de los años 70 y la incapacidad de responder cómo se logrará la ejecución de las metas prometidas.

Para una sensibilidad de izquierda, ya sea intuitiva o intelectual, se presentan tres respuestas posibles a la pregunta sobre cómo llegamos aquí. Una, más complaciente, tiene visos históricos y estructurales: la efervescencia de la sociedad peruana llegó a su punto de hervor y terminó por derretir a ese país tercamente excluyente que era el Perú oficial. La segunda, quizá la menos sostenible, sería pensar en que la política de izquierda ha madurado y ahora cosecha los frutos. La tercera, quizá la más plausible, supondría reconocer el gigantesco peso de la contingencia, casi de lo accidental, en este resultado. Quizá esa respuesta no solamente sería más plausible, sino también más constructiva, pues convencería a la izquierda de la necesidad de edificar metódicamente sobre la base de este regalo inesperado, de conquistar retrospectivamente una razón de ser para este azar.

El populismo de derecha     

Eso que la izquierda lee como promesa, la derecha lo lee como condena. “Cómo llegamos aquí” significa en ese campo “cómo llegamos a tener un gobierno abiertamente comunista, aliado tardío del proyecto del socialismo del siglo XXI”. Se suponía que, debido a la experiencia cercana de la dictadura de Chávez y Maduro en Venezuela, no eran necesarios más argumentos para que los electores descartasen una opción tan destructiva. No se ha ponderado lo suficiente, por ejemplo, el siguiente hecho: hacia junio de 2021 había en el Perú aproximadamente 1 millón 200 mil personas venezolanas; es decir que por cada 28 peruanos hay un migrante o refugiado dispuesto a dar un testimonio del desastre del que ha venido huyendo. Y, sin embargo, eso, y el apabullante apoyo mediático, apenas bastó para obtener un empate estadístico con la opción repudiada por la derecha.

Sin embargo, la respuesta a aquella pregunta –sin discutir sus premisas, que se basan a su vez en una exacerbación ideológica—parece estar en el hecho de que la derecha abandonó sus atributos y símbolos conservadores y se convirtió en un conjunto de agrupaciones dedicadas a corromper las instituciones para ponerlas al servicio de intereses ilegítimos e ilegales. Para distinguirse de la vieja derecha, de la partidocracia condenada por Alberto Fujimori desde 1990, la derecha hizo suyos los símbolos populares que trajeron consigo los sectores sociales que se suele denominar emergentes.

Se podría decir que en el aspecto simbólico los políticos de derecha buscaron una conexión con una versión particular del ethos popular: no aquella vinculada con la conquista de derechos o con ese proceso que algunos han llamado “modernización desde abajo”, sino aquella asociada al individualismo como forma de enfrentar la vida en sociedad. Esta identidad de la derecha, por lo demás, fue forjada al ritmo de un cambio social precipitado por la crisis económica de los años 80: la destrucción del mercado laboral en esos años condujo a que un sector de la población acudiera a la informalidad y después al autoempleo y, ya entrados los años 90, a aquello que terminó por ser llamado emprendedurismo. Las expectativas de ese sector ya no están puestas en la obtención de un puesto de trabajo estable sino en conquistar una pequeña parcela en el mercado. Y para esa gesta que es la conquista de un lugar en el mercado –el emprendimiento—las regulaciones, el control estatal y hasta la noción de lo público devinieron constricciones prescindibles y recusables. De ahí surge una compleja cultura política en la cual se alían un rechazo a toda idea de un proyecto colectivo con un rechazo de lo que es percibido como elitista, ya se trate de elites políticas o técnicas o intelectuales. De más está remarcar que la suma y cifra de ese elitismo para la nueva derecha y para su laxa base popular son la figura del caviar y todos los valores que sostiene: derechos humanos, igualitarismo, cierto intelectualismo, antirracismo, pruritos constitucionales, etcétera.

Debido a ese populismo, la derecha no tuvo mayor interés en articular un proyecto ideológico y en lugar de ello propuso dar voz a los sentimientos populares que demandaban mayor seguridad y, por tanto, mayor represión, así como instituir la prioridad de la acción sobre el pensamiento. No es cierto, pues, que la izquierda se haya apropiado de las agendas de los derechos humanos y de los espacios académicos. Simplemente, la derecha los abandonó porque los consideraba inútiles.

El rechazo explícito del pensamiento llevó a la derecha a aborrecer el debate público sobre propuestas de cambio y, especialmente, de inclusión. Eso solamente alimentó la deriva previa de la política peruana: una política sin horizonte institucional, una política ajena a programas. Desde la derecha, el único programa era el mantenimiento inercial del modelo económico, y la única forma de acción política era la satanización de todo aquel que criticara a ese modelo. Resulta irónico, en consecuencia, que sea bajo estas condiciones que los grupos de derecha reclamen la defensa de la institucionalidad, la transparencia y a la democracia que ellos mismos ayudaron a corroer.

El punto de llegada no está en ninguno de los extremos ni corresponde a ninguna de las dos leyendas: ni a la leyenda redentora de un país real que por fin se libera ni a la leyenda angustiada de un país capturado por el comunismo internacional. El punto de llegada es un país donde la política entendida como organización, programa, ideología, compromiso o proyecto quedó disuelta y su lugar fue tomado por el gesto, el símbolo, el lema. Los dos candidatos empatados en la estadística representan dos versiones opuestas, pero equiparables, de lo mismo.