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Opinión 12 de octubre de 2021

Escribe: Mario Munive Morales (*)

Todos los medios de comunicación tienen una línea editorial definida por posturas políticas e ideológicas explícitas o soterradas. La propuesta de actualidad que ofrecen a sus audiencias está teñida por esas ideas. Se hace periodismo desde una posición y se ofrece desde allí una visión particular del mundo. Se defiende principios y derechos, se promueven valores y políticas públicas. La agenda informativa que los medios construyen cada día está marcada por sesgos inevitables. Estos deciden cuáles son los hechos que merecen convertirse en información y cómo se presenta una noticia, con qué relevancia y direccionalidad. Los procesos de exclusión, inclusión y jerarquización informativa nos revelan que el periodismo, aunque dé cuenta de hechos comprobados, siempre será una construcción social. No hay por tanto objetividad posible.

Este es un viejo mito que todavía es utilizado por los medios tradicionales como un instrumento de marketing editorial, y por algunos periodistas que suelen apelar a esta idea (vetusta) como escudo para ocultar posturas ideológicas o, incluso, conflictos de interés. Definitivamente, no esperemos encontrar objetividad en los contenidos de un medio de comunicación. Mucho menos en coyunturas de polarización política y social, cuando el medio hace explícitos sus puntos de vista. Pero lo que los ciudadanos sí pueden y deben esperar de los medios es que su oferta editorial, su cobertura diaria, se sustente en hechos documentados siguiendo protocolos rigurosos de verificación propios de la práctica periodística. Lo que sí podemos demandar a los medios es que no se conviertan en plataformas de propaganda partidaria y de desinformación. En otras palabras, las modalidades discursivas propias del periodismo no pueden ser utilizadas para difundir noticias falsas, para propalar aquello que no ha sucedido (no-acontecimientos le llaman los académicos, fake news, es el anglicismo ahora en boga).

Aludimos a lo que hemos contemplado en el país durante la última campaña electoral, tanto en la primera como en la segunda vuelta. Mencionemos aquí solo algunos casos: el director periodístico de un canal de televisión justificó la difusión de una fake news en un programa dominical, en horario prime time, alegando que la televisión era un show. No asomó ningún parámetro o remordimiento ético en su respuesta. Poco antes, la directora de un diario político anunció que su medio se ponía al servicio de una candidatura, en la segunda vuelta, y los titulares de portada así lo demostraron cada mañana. Otra estación de televisión dedicó la mayor parte de su programación noticiosa a la desinformación política y a lo que la OMS llamó ‘infodemia’, la ola de noticias falsas relacionadas con el Covid-19. Las portadas de ciertos tabloides limeños llevan meses publicando titulares que no se basan en hechos verificados, sino en conjeturas, textos sin el asidero elemental que debe exhibir todo contenido periodístico.

«Los periodistas son más independientes (y menos subordinados a interés particulares) en la medida en que, reconociendo sus sesgos (no es posible ser neutrales ni objetivos), demuestren que su primera lealtad como comunicadores está puesta en los ciudadanos y en el interés público.»

La instrumentalización del periodismo en periodos de crisis y polarización política parece consustancial a los procesos electorales. Se ha dado, en mayor o menor medida, a lo largo de la historia electoral del país. Nunca antes, sin embargo, se llegó a los excesos de los que hemos sido testigos en la contienda que puso frente a frente a opciones políticas tan antagónicas como las que compitieron en junio pasado. En este contexto, los medios tradicionales tomaron partido y lo hicieron de una manera tan ‘militante’ que ello implicó el despido o la renuncia de periodistas caracterizados por su independencia y derivó, además, en un descrédito sin precedentes ante la opinión pública.  Salvo en los años finales del gobierno de Alberto Fujimori, los grandes medios de comunicación (televisión, radio y prensa escrita) no se habían involucrado tanto con los actores políticos como en el reciente proceso electoral. Esa subordinación de sus líneas editoriales ha deteriorado su credibilidad y los ha alejado de sus habituales audiencias.

La independencia es un valor que cada medio y cada periodista construye día a día, y que se expresa en la distancia con el poder político, con los grupos de poder económico y mediático, con la ausencia de compromisos o dependencias corporativas y la disposición a fiscalizar y ejercer la crítica sin reparar en afinidades políticas o ideológicas. Los periodistas son más independientes (y menos subordinados a interés particulares) en la medida en que, reconociendo sus sesgos (no es posible ser neutrales ni objetivos), demuestren que su primera lealtad como comunicadores está puesta en los ciudadanos y en el interés público. Siempre habrá una relación compleja y en ocasiones tensa con los propietarios del medio donde trabajan. Siempre será recomendable tomar sana distancia de las fuentes que les suministran información. Más distancia aún deberá mantenerse de quienes pagan avisos o espacios de publicidad e intentan a cambio influir en los contenidos de un medio.

La mayoría de los medios que hoy procuran informar con independencia en el Perú son pequeños emprendimientos digitales surgidos en los últimos doce años. Se enfocan en temas de interés público, periodismo de investigación, periodismo de datos, salud pública y fact-checking (o verificación del discurso público). Muchos de los periodistas que han creado estas plataformas digitales dejaron la industria de los medios en la última década a causa de los parámetros editoriales que les impedían hacer su trabajo con la autonomía imprescindible. Las investigaciones que han realizado sobre casos de corrupción política, derechos humanos, contaminación ambiental, Covid-19, violencia de género, trata de personas o derechos del consumidor los han convertido en referentes del periodismo de calidad y muchos de ellos han merecido reconocimientos y premios nacionales e internacionales. Como pregonan dos medios digitales surgidos en medio de la pandemia, el ideal de independencia se podría resumir en una frase: “un periodismo sin intocables, libre y en profundidad”.

En medio del confinamiento pandémico, y como resultado de la toma de partido de algunos medios tradicionales, las audiencias de este nuevo periodismo, llamados de nicho, han crecido sostenida y paulatinamente. Al mismo tiempo, el periodismo audiovisual prospera ahora en redes o medios sociales como Youtube, Facebook, Instagram o Spotify. Noticieros con altos niveles de audiencia, videorreportajes de investigación que marcan la coyuntura, programas de entrevistas en vivo a expertos y personalidades que sí tienen ideas y reflexiones originales que compartir, videocolumnas que generan debate y se viralizan, y pódcast de diversa índole están finalmente cubriendo un vacío. Nuevos públicos y nuevos hábitos de acceso al contenido, distantes cada vez más de la sincronía que demandan la radio y la televisión convencional, se extienden y satisfacen una demanda de pluralismo y diversidad que es saludable y muy pertinente para romper el cerco de la desinformación organizada.

Pero este nuevo periodismo requiere con urgencia de audiencias comprometidas, lectores y espectadores dispuestos a pagar por contenidos de calidad, convencidos de que el buen periodismo es un derecho público y que debe ser financiado y sostenido por quienes lo consumen. Esa es la apuesta que estos medios persiguen ahora. Está es nuestras manos (en nuestros bolsillos) la posibilidad de sostenerla a largo plazo.

(*) Docente y Director de Carrera de la Especialidad de Periodismo de la PUCP.