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Notas informativas 4 de febrero de 2020

Por: Félix Reátegui, investigador y asesor del Idehpucp

El mensaje más fuerte e inquietante de la elección del 26 de enero es que no hay ningún mensaje; es decir, que ninguna organización ha recibido el mandato ni el respaldo para llevar adelante ninguna iniciativa política relevante.

La organización que ha experimentado el fracaso menos estrepitoso, Acción Popular, ha recibido menos del 11 por ciento de los votos válidos. Y si habláramos del electorado total ese porcentaje resultaría ostensiblemente menor. Todas las organizaciones que estarán presentes en el Congreso tienen, en realidad, una significación marginal en la voluntad de la ciudadanía.

Esto no quiere decir, obviamente, que se carezca de un resultado. Ha habido un resultado político efectivo que se traducirá en una cierta composición del Congreso y en cuotas de poder con las que se hará transacciones y que serán empleadas para tomar decisiones. Pero para una comprensión del estado real de la democracia en el Perú es importante no confundir el resultado – la traducción de votos en escaños; los inevitables ganadores y perdedores—con el proceso real de la sociedad política. Y, sobre esto último, la reciente elección, gracias a haber sido únicamente congresal, ha evidenciado el colapso de la representatividad del elenco político y, para seguir una intuición expresada hace años por el sociólogo Guillermo Rochabrún, también la representabilidad del electorado.

«El objetivo de este periodo es evitar mayores regresiones institucionales y, acaso, aunque una reforma política es improbable, llegar con opciones electorales más saneadas al año 2021»

Realizado ese deslinde, se puede reconocer por lo menos dos orientaciones particularmente preocupantes en la composición resultante. Una de ellas es la posible emergencia de un bloque autoritario y regresivo en materias de seguridad y orden interno y de promoción de derechos. Quien observe la lista de nueve organizaciones que tendrán congresistas, puede imaginar diversas combinaciones hostiles, por ejemplo, a la incorporación del enfoque de género en las políticas estatales, o favorables a medidas extremas, y demagógicas, para combatir a la delincuencia. Sin embargo, el otro rasgo preocupante, curiosamente, neutraliza potencialmente al primero. Y es que lo anterior depende de la capacidad de las organizaciones para actuar concertadamente, lo cual es difícil por la acentuada dispersión y por la ausencia de organizaciones que puedan ser hegemónicas por su peso en votos, por la claridad de sus intereses o por su pericia en materia legislativa. A eso hay que añadir, por otro lado, que no estamos solamente ante una dispersión “entre” las diversas organizaciones sino también ante una verosímil dispersión “dentro” de cada organización, pues no se trata de partidos políticos con solidez institucional sino de agregados de individuos con escasa relación entre ellos.

Nada de esto es nuevo, sino que se puede rastrear hasta el inicio mismo del intento democrático inaugurado en el año 2001. La elección de enero solamente evidencia la profundización de una misma crisis. Hay quienes ven en esta perspectiva sombría una demostración de que el presidente Vizcarra cometió un gran error político al disolver al anterior Parlamento. Pero eso no es cierto. El anterior Congreso no solo creó las condiciones para su cierre constitucional, sino que, en términos estrictamente políticos, había desertado completamente de su obligación de legislar sobre asunto de interés público. Es difícil esperar una mejor producción legislativa de la representación que se inaugurará en el mes de marzo, pero, siendo realistas, el objetivo de este periodo es evitar mayores regresiones institucionales y, acaso, aunque una reforma política es improbable, llegar con opciones electorales más saneadas al año 2021.