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Opinión 14 de septiembre de 2021

Escribe: Salomón Lerner Febres (*)

Abimael Guzmán fue el responsable principal del más terrible periodo de violencia que ha sufrido el Perú en sus doscientos años de vida independiente. Ha muerto a los 86 años sin haber hecho nunca un solo gesto de arrepentimiento, sin haber pedido perdón a las familias de las decenas de miles de peruanos y peruanas que su organización, Sendero Luminoso, asesinó, masacró, secuestró, torturó, expolió y, en suma, atropelló de diversas formas. Su nombre queda asociado a las atrocidades de los años 1980 y 1990. Su biografía quedará resumida en la historia de esa organización que fundó, que moldeó a la medida de sus dogmatismos y a la que convirtió en un aparato mortífero cuyas víctimas fueron, en una enorme mayoría, como suelen serlo en las aventuras armadas, los más pobres y excluidos.

Hay quien se pregunta por el significado de su deceso para el presente y el futuro del país. No es acertado encontrar en la muerte de Guzmán el cierre de un ciclo o un punto de quiebre en nuestra historia colectiva. Él, en cuanto cabecilla de una cruzada terrorista, ya había dejado de gravitar hacía décadas, desde cuando fue capturado y juzgado. Lo que queda de Sendero Luminoso, como se sabe, son algunos remanentes armados con objetivos confusos, algún grupúsculo recalcitrante como Movadef, y, eso sí, en los últimos meses, la ominosa y apenas disimulada simpatía de algunas autoridades y representantes del grupo de gobierno, la cual merece el rechazo de todo demócrata. Su fallecimiento es, en ese sentido, apenas un episodio residual. El curso de nuestra sociedad difícilmente se verá alterado por ello. Los desafíos que enfrentamos no estriban para bien ni para mal en su presencia ni en su ausencia física.

«Si la muerte de Abimael Guzmán puede tener alguna implicancia el día de hoy esa tendría que ser un reforzamiento de la memoria como un antídoto contra esas tendencias que hoy asedian a lo que queda de nuestra democracia.»

Sí es importante, en todo caso, ahora que seguramente se volverá a escribir y disertar en abundancia sobre la figura de Abimael Guzmán, insistir en la importancia de la historia y de la memoria de la violencia. Y, junto con ello, situar en el lugar central el recuerdo de las víctimas de Sendero Luminoso. La Comisión de la Verdad y Reconciliación demostró la responsabilidad central de Sendero Luminoso en la tragedia de hace dos décadas por haber sido quien inició el conflicto, por los métodos terroristas y de ataque indiscriminado a la población que empleó desde el primer momento, y por haber causado el mayor número de víctimas fatales. La CVR señaló, también, que el único caso en que se pudo haber configurado el delito de genocidio en esos años fue durante el cautiverio del pueblo ashaninka por Sendero Luminoso, y recomendó que se profundizara investigaciones para verificar esa posibilidad. Ninguno de los cuatro gobiernos que se han sucedido desde entonces ha hecho nada al respecto, mientras que los que asumen las ideas que llevaron a Guzmán a perpetrar sus numerosos crímenes, como el Movadef, oscilan entre la negación y la justificación de los asesinatos y masacres cometidos. Su agenda es –era—conseguir que se otorgue amnistía para Guzmán y para todos los que cometieron graves violaciones de derechos humanos durante el conflicto, como la moneda de cambio para una supuesta reconciliación.

Hoy en día se produce un fenómeno indecente y peligroso para la democracia. Desde la derecha del espectro político se practica la acusación de terrorista de una manera indiscriminada y, por supuesto, cínica y embustera, contra todo aquel que cuestione el statu quo. Desde cierta izquierda, incluyendo a personajes del actual gobierno, se banaliza los crímenes de Sendero Luminoso, o, desde otros sectores, se llama a dar un lugar a su memoria –es decir, a su justificación del baño de sangre ocasionado—como una señal de tolerancia o hasta de sutileza intelectual, o se reclama el olvido de los hechos y el silenciamiento de las víctimas como un gesto de realismo político. Estamos ante tendencias antagónicas, pero en el fondo confluentes en un mismo negacionismo y en una misma pulsión antidemocrática. Si la muerte de Abimael Guzmán puede tener alguna implicancia el día de hoy esa tendría que ser un reforzamiento de la memoria como un antídoto contra esas tendencias que hoy asedian a lo que queda de nuestra democracia.

(*) Rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) /  Presidente emérito del IDEHPUCP