Escribe: Henry Ayala (*)
En 2014, antes de que la epidemiología fuera la profesión más solicitada del medio, el médico Charles Huamaní publicó un ejercicio literario[1] inspirado en el best-seller de Max Brooks sobre la batalla mundial contra una amenaza zombi: ¿Cómo reaccionaríamos en Perú si estuviéramos inmersos en un contagio global? Huamaní es enfático en su relato: Lima es la primera en caer debido a su interconexión con el mundo, mientras que la Sierra Central de Ayacucho o Pasco es presentada como el escenario de la resistencia, casi como jugando con el recuerdo de los montoneros caceristas en la guerra con Chile. La geografía, la altura y la menor densidad poblacional serían, en su narración, factores determinantes para abrirse paso ante una hipotética pandemia.
Huamaní parecía predecir el éxodo en reversa ante una amenaza vírica, que justamente nos ha tomado por sorpresa en medio de las medidas del gobierno por frenar la expansión y el contagio a causa del Coronavirus. Más aún cuando la historia reciente va en el sentido contrario, siendo Lima la metrópolis que ha sido destino de distintas olas migratorias interna: desde el desborde popular de Matos Mar en los sesentas hasta los desplazados del conflicto armado en los noventas. Es a través de esta última ola migratoria como me gustaría plantear algunos retos y aprendizajes en el mediano plazo en torno a la nueva población desplazada por la pandemia del COVID-19.
Paralelos migratorios
La decisión de buscar un futuro mejor en otra ciudad no es fácil: usualmente está gatillada por crisis sociales, económicas o ambientales que obligan a separarse del territorio. Durante el conflicto armado interno, miles de personas, incluso familias enteras, tuvieron que migrar del campo a la ciudad para escapar de la violencia producida por el fuego cruzado entre organizaciones terroristas y las Fuerzas Armadas. En total, se estima que hubo más de 400.000 personas desplazadas debido al conflicto que buscaron vivienda y empleo en ciudades de la Selva o la periferia limeña[2].
Para conocer la relevancia demográfica de estos flujos migratorios se puede revisar la tasa de migración neta proporcionada por el INEI entre los años 1988 y 1993. A nivel departamental, se encuentra que los focos negativos; es decir, las regiones en donde la proporción de emigrantes era mayor a la de inmigrantes, se concentran en la Sierra Central, particularmente en los departamentos más golpeados por la violencia política como Ayacucho o Huancavelica. El destino de esta población fue las ciudades, siendo Lima la mayor receptora de este contingente de personas que huían de sus hogares, en muchos casos sin recursos y tentando a la suerte.
Tasa de migración neta a nivel regional (1988-1993)
Fuente: INEI. Elaboración propia.
Una vez aminorado el conflicto, el gobierno de Alberto Fujimori, presionado por la cooperación internacional, comenzó a implementar programas en favor de esta población desplazada. Así surgió en 1993 el Programa de Apoyo al Repoblamiento y Desarrollo de Zonas de Emergencia (PAR) que tenía como objetivo permitir y promover el retorno a los lugares de origen de dichas poblaciones. En retrospectiva, se conoce poco sobre el verdadero alcance de este programa social, aunque hay estudios que aseguran que solo alrededor de 68,000 personas volvieron a sus lugares de origen; es decir, un 16% de la población desplazada[3]. Si bien hay casos emblemáticos en la historia reciente, como la refundación del pueblo de Uchuraccay (Ayacucho), la mayoría conformó una fuerte organización social para exigir su derecho a la reparación colectiva dentro de sus lugares de destino[4].
«El trunco proceso de descentralización en el que hemos estado inmersos durante este siglo requiere más que nunca la estrecha coordinación entre autoridades regionales con el gobierno central para solucionar estas falencias.»
Si repasamos cómo evoluciona la migración en estas regiones en particular encontramos un desarrollo dispar: regiones como Ayacucho y Junín han ido acortando su diferencia de entrada y salida migratoria, mientras que Apurímac y Huánuco recién redujeron la disparidad en los últimos años. De ellas, la región con la mayor tasa negativa en 2012-2017 es Huancavelica, caracterizada por altas tasas de pobreza en donde un promedio de 14 de 1000 personas migró hacia otro departamento en el tiempo señalado. A juzgar por los movimientos migratorios evidenciados por el INEI, el PAR no logró invertir la tasa de migración negativa pues, aunque la violencia había disminuido, la pobreza y la debilidad institucional persistían.
Tasa de migración neta de regiones más afectadas por el conflicto armado interno
Fuente: INEI. Elaboración propia.
El eterno retorno
Hoy en día, el proceso ha virado y ahora, según datos del Ejecutivo, hay más de 167.000 personas empadronadas que desean salir de la capital y que piden ayuda a los gobiernos regionales para su traslado. Poco a poco la ecuación comienza a esclarecerse: personas migrantes o de familia en otra región del país, al perder su empleo (construcción de obras, comercio, manufactura, etc.) no tiene cómo pagar el alquiler de su habitación o simplemente para mantener a su familia o a sí mismo en la capital, toma la decisión de recurrir a su región de origen, haciendo una apuesta por reducir las probabilidades de sufrir hambre, que por un reciente sondeo sabemos que preocupa más que el propio virus la mitad de la población[5].
Justamente, es la migración hacia las zonas más vulnerables del país como Cajamarca, Ayacucho o Apurímac la que está costando más trabajo no solo en atender, si no en gestionar dentro de sus regiones de destino. La capacidad de implementar es reducida, y ya se evidencian dificultades entre gobernantes y población ante el temor de nuevos contagios causados por migrantes en provincias o distritos en los que aún no ha llegado la epidemia. En definitiva, así como muchas de las medidas decretadas por el gobierno en la crisis, la atención a las personas desplazadas pasa necesariamente por un proceso descentralizado, en donde son los gobiernos regionales los que han sido designados para las labores de empadronamiento, atención y seguridad de su población. ¿Son las mismas instituciones que fueron quebrantadas por el conflicto armado hace tres décadas estas que ahora se ven maniatadas en la gesta de garantizar salud a la ciudadanía o se ha evolucionado positivamente?
La nueva normalidad agudiza las falencias de nuestro Estado, que cojea particularmente en las regiones más azotadas por el periodo de violencia. El trunco proceso de descentralización en el que hemos estado inmersos durante este siglo requiere más que nunca la estrecha coordinación entre autoridades regionales con el gobierno central para solucionar estas falencias. Si bien uno de los principales problemas por solucionar es el cuello de botella que se forman en los albergues y a la entrada de las ciudades receptoras de la migración, también es necesario concebir un nuevo desarrollo descentralizado.
La migración causada por el conflicto armado no tuvo incentivos para regresar a sus territorios, pues no existían reformas de fondo que mitigaran el sufrimiento de la violencia y la pobreza a través de servicios de calidad. Las regiones evidenciadas siguen siendo polo emisor de migrantes debido a que sus brechas aún no se cierran, a diferencia de lo ocurrido en otros departamentos. El grupo de desplazados, en ese sentido, trae nuevas demandas que deben tenerse en cuenta evitar mantener el «eterno retorno» migratorio debido a las crisis, pues desnuda la precariedad del Estado para atender a las personas en tiempos de dificultades. ¿Podremos sostener una posible recuperación económica basada particularmente en las economías subnacionales junto a esta nueva inyección de migrantes? ¿Es desde la Sierra o las ciudades intermedias donde se podrá resistir a una epidemia, tal como imagina Huamaní?
(*) Politólogo.