Ya se ha cumplido un mes desde la segunda vuelta de la elección presidencial y las autoridades electorales no han proclamado todavía al presidente electo para los próximos cinco años. Esto no es por negligencia ni ineficiencia del JNE o de la ONPE sino, como se sabe, es consecuencia de los múltiples recursos desplegados por Fuerza Popular y otras organizaciones o personas afines para poner en cuestión el resultado.
Ciertamente, un elemento importante de un diseño electoral limpio, equitativo y, por lo tanto, legítimo, es la posibilidad de vigilar y, llegado el caso, cuestionar un resultado si se encuentran motivos válidos para ello. Es un derecho de quienes intervienen en una elección y nuestro ordenamiento jurídico contiene diversos caminos legales para hacerlo.
Pero, en realidad, resulta bastante claro que el proceso electoral ha sido limpio, y que, más allá de irregularidades que se producen en todo proceso, y que afectan o benefician a los diversos competidores, no hay motivo razonable para hablar de un fraude. La misión observadora de la OEA así lo ha certificado, y diversos gobiernos han declarado su convicción sobre la limpieza del proceso. Así pues, si bien con una minúscula diferencia entre los dos competidores, el resultado es incuestionable.
La insistencia en cuestionar la elección y por lo tanto en bloquear la declaración de un ganador, tiene dos implicaciones muy negativas. Una de ellas es que esto erosiona sin mayor justificación la credibilidad de las instituciones democráticas, y en particular una instancia central de la democracia como es la de las entidades responsables de la elección de autoridades. Por lo demás, no solamente se debilita así a las instituciones, sino que se induce a una porción significativa de la ciudadanía a negar la legitimidad del próximo gobierno, lo cual también vulnera el orden institucional y fomenta temerariamente la inestabilidad. En segundo lugar, al provocar esta demora en la declaración de un presidente electo, se impide que se inicien las indispensables gestiones para el traspaso del poder al nuevo gobierno, que es un paso necesario para que este pueda trabajar con efectividad desde el 28 de julio. De más está decir que todo esto resulta particularmente grave en estas circunstancias, cuando se requiere garantizar la política sanitaria contra el Covid-19, y en particular la campaña de vacunación, en la que el gobierno transitorio ha dado buenos pasos. Están en juego, entre otros, los derechos a la vida y a la salud de millones.
Al señalar que hay un resultado inobjetable no se extiende, ciertamente, una patente de corso a quien ha sido elegido presidente. Diversas instancias de la sociedad civil expresaron a lo largo de la campaña electoral, y en particular, durante la de segunda vuelta, la inquietud que generaban ambos candidatos por sus posturas frente a cuestiones centrales del diseño democrático y los derechos fundamentales, cuestiones que incluso podrían estar en juego en un hipotético proceso constituyente -proceso que a su vez debe adecuarse a las reglas establecidas. Esas inquietudes siguen en pie y toca a la ciudadanía mantenerse vigilante sobre todo aquello, pero eso ha de tener lugar como parte del proceso democrático. Este debe continuar dando el paso lógico después de una elección que ha sido limpia y legítima. No hay justificación para mantener al país en una suerte de limbo político e institucional que ya ha durado más de cuatro semanas y cuando apenas faltan tres semanas para el inicio de un nuevo periodo presidencial y legislativo.