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Notas informativas 13 de diciembre de 2022

Imagen: El Comercio.

Desde que el expresidente Pedro Castillo dio un golpe de Estado, se puso al margen de la ley y perdió la legitimidad que había ganado indiscutiblemente un año y medio antes en elecciones libres y limpias. Nada cambia por el hecho de que ese golpe de Estado haya sido apenas un gesto improvisado sin ninguna oportunidad de prevalecer. Se debe insistir, además, en que Castillo no solamente pretendió cerrar el Congreso –su enemigo irreconciliable en esta pugna que nos atenaza—sino también invadir y controlar todas las otras instituciones sobre las que descansa penosamente el Estado de Derecho en el Perú. No cabe discusión, entonces, sobre este hecho central: el acto fue ilegítimo y antidemocrático y convierte automáticamente en antidemocrático e ilegítimo a su frustrado ejecutor.

Dicho eso, tampoco cabe ignorar dos cosas: el contexto en el que se dio su acción, y el hecho de que el reemplazo presidencial de ninguna manera es un punto final a la crisis, sino un punto de inflexión, un nuevo momento de nuestra crisis –con potencial de violencia social y estatal—como estamos viendo ahora.

El contexto nos habla de las múltiples responsabilidades compartidas en esta deriva autodestructiva del país. Ahí encontramos una oposición congresal (y social) que desde el primer día buscó revertir el resultado electoral. Hemos tenido ahí un elenco político hipotecado a intereses de grupo en gran medida ilegítimos, cuando no ilícitos, o a ideologías extremistas: un elenco que disfraza sus ambiciones con el argumento de la defensa de la ley y la democracia. Un argumento muy poco sincero, evidentemente, pero un argumento al que el propio Castillo daba alimento cotidianamente con su calamitosa gestión del Estado, signada por decenas de nombramientos de personas sin ninguna competencia para desempeñar roles centrales de la administración pública, con una proliferante corrupción cuyo núcleo está en el entorno más cercano de Pedro Castillo, y con una serie de decisiones de política que marcaban cuestionables retrocesos en materia de derechos ciudadanos.

Así, si, como se dice, el primer paso para salir de un problema es mirarlo de frente y reconocerlo, es imperativo admitir, para empezar, que en las circunstancias de hoy no hay inocentes ni mucho menos héroes. El país ha estado aprisionado por la corrupción y el abandono de todo compromiso público de parte del gobierno y el Legislativo. Más allá de eso, evidentemente, hay diversos factores sistémicos, incluso estructurales, en el camino que nos ha traído aquí, y estos tendrían que ser abordados para acceder a una recuperación sostenible de la democracia. Pero hay que enfatizar, también, que la discusión y el necesario trabajo sobre aquellos factores no puede disimular ni mitigar las responsabilidades específicas del expresidente Castillo y del Congreso, aquí y ahora. El país necesita respuestas de largo plazo, pero también salidas institucionales cercanas que permitan la restauración del juego político democrático, las garantías y protección de los derechos fundamentales y una gestión responsable del Estado que se oriente a atender las urgentes necesidades de la población.

En este contexto, era claro, así mismo, que la asunción de la Presidencia de la República por Dina Boluarte –primera presidenta mujer de nuestra historia—no podía ser un paso suficiente. Hoy es imposible saber si podrá sostenerse en el gobierno hasta el año 2024, es decir, hasta las elecciones generales que viene de anunciar. Pero al margen de eso –y de las múltiples razones para adelantar el calendario electoral—no se puede dejar de notar que el gabinete que organizó la Presidenta, más allá de algunas figuras cuestionables cuyos nombramientos deberían ser revisados, marcaba un notorio contraste con el “estilo” del expresidente Castillo. Ahí donde este asignaba ministerios a personas sin ninguna preparación ni conocimiento del sector respectivo, ahora se eligió funcionarios con experiencia de trabajo en cada tema. Ahí donde Castillo componía gabinetes con apenas tres o cuatro ministras mujeres, ahora se diseñó un gabinete con paridad de género.

Claro está que eso no podía ser suficiente porque la crisis trasciende a la sola gestión gubernamental y porque el clima de crispación política va más allá de la demanda de enmiendas específicas en el rumbo seguido. Pero no deberíamos perder de vista el contraste, porque él nos habla de algo que muchos parecen olvidar: que el “buen gobierno”, el gobierno para los derechos de la población, requiere representatividad, competencia y conocimientos.

Ahora el país está convulsionado y ya lamentamos la pérdida de varias vidas humanas. Existe el riesgo de un descontrol de la violencia. Y hay que exigir al Estado, ahora más que nunca, que respete y garantice los derechos de la población y se atenga escrupulosamente a las normas y estándares que regulan el uso legítimo de la fuerza pública. Hay que demandar, también, del lado de la sociedad, que no se explote esta situación azuzando la violencia. Ya sabemos, por amarga experiencia, que quienes pagan el costo de la violencia son siempre los más pobres y vulnerables.

En esta hora la situación se agrava por la negativa de cada lado a reconocer límites a sus demandas y sus propias responsabilidades. No es viable salir de esta crisis solamente con un recambio presidencial. Los congresistas son irrazonables si piensan que una vez destituido Castillo tienen la pista libre hacia el 2026. Pero tampoco es razonable ignorar que el expresidente está fuera de la ley, que su regreso a Palacio es una demanda sin sustento, y que su legitimidad como Presidente de la República se evaporó el 7 de diciembre. 

Hoy toda ruta de salida es nebulosa. La única a la vista es una elección general. Pero nuevas elecciones con las mismas reglas muy probablemente darán un resultado parecido al del 2021. Y no es nada claro quién podría transformar esas reglas. El país está atrapado por la dimisión de la política, entendida como conducción de los asuntos públicos. Hoy urge reclamar que se mitigue de inmediato esta ola de violencia –y eso es responsabilidad del gobierno y también de los radicalismos en acción—antes de que nos quedemos incluso sin una democracia que reparar.