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Editorial 7 de septiembre de 2021

Durante los diez años que duró, el régimen autoritario de Alberto Fujimori llevó a cabo una sostenida demolición institucional del país. Es cierto que en ese lapso se creó algunas agencias estatales para mejorar el funcionamiento de la economía; pero, salvo alguna excepción, como lo fue la Defensoría del Pueblo, las instituciones vinculadas con la democracia, la separación de poderes y la protección de derechos fundamentales quedaron expuestas o hasta sometidas a un uso arbitrario del poder. Por ello, el signo mayor de la transición democrática de hace veinte años fue la recuperación institucional del país, lo cual, desde la óptica de entonces, tenía que incluir no solamente el tramado institucional y jurídico de la democracia, sino también al sistema de partidos políticos y el funcionamiento libre de los medios de comunicación.

A pesar de un comienzo prometedor, las dos décadas transcurridas desde el 2000 son un rotundo testimonio de nuestro fracaso en ese empeño. Después de lo logrado germinalmente en la transición, hemos tenido veinte años de un constante declive institucional. A veces por arrestos autoritarios, otras veces por simple incompetencia, y, de manera permanente, por el crecimiento de la corrupción, la institucionalidad democrática ha estado en constante riesgo.

Hay que tener presente, como lección para el momento actual, que en este contexto de precariedad institucional y ante la dimisión de las autoridades y de las organizaciones políticas, la defensa de la democracia ha sido asumida por la sociedad civil mediante la movilización ciudadana, y por medio de la crítica y el debate en los diversos foros donde se manifiesta la opinión pública. Ese rol debe ser mantenido, no abandonado ni mitigado.

«La inadecuación profesional o ética de un funcionario no puede ser evaluada únicamente en términos penales, sino que debe ser medida por criterios éticos y de idoneidad y competencia para un cargo».

El actual gobierno, a pesar de su brevísimo tiempo de vigencia, prefigura ya un nuevo capítulo de debilitamiento institucional. La discusión política y pública sobre la composición del gabinete de ministros y sobre los nombramientos para ejercer otras importantes responsabilidades de Estado da un indicio de ello. No cabe ignorar, desde luego, que una parte de la crítica a los primeros pasos del gobierno responde a objetivos de una oposición embarcada en una agenda desestabilizadora que sirve a intereses antidemocráticos y en sí mismos deleznables. Pero señalar eso no debería llevar a negar la carencia aptitud profesional, y también moral, de muchos funcionarios nombrados y hoy cuestionados por diversos sectores de la opinión pública. Y debería ser claro que asignar las mayores funciones de Estado a quienes no tienen las competencias necesarias para ello es, también, una forma de socavar la institucionalidad democrática.

Se hace mal, en realidad, en confinar esta discusión al ámbito penal, es decir, a la cuestión de si los funcionarios u autoridades criticados han cometido algún delito. La inadecuación profesional o ética de un funcionario no puede ser evaluada únicamente en términos penales, sino que debe ser medida por criterios éticos y de idoneidad y competencia para un cargo. Hay que tener presente siempre que el desempeño de quienes lideran o administran a las instituciones del Estado impacta sobre las posibilidades de bienestar y de respeto de los derechos de la población. Un alto funcionario que desconoce completamente el campo de funciones estatales que se le ha encargado dirigir constituye un riesgo para la sociedad –ya sea que hablemos de seguridad ciudadana o de acceso a la salud o a la educación o a cualquier otro servicio. Del mismo modo, un ministro o director de alguna agencia que guarde simpatías o que manifieste ambigüedad hacia una organización que asesinó, masacró y martirizó de diferentes formas a decenas de miles de peruanos, es en sí mismo una ofensa a las víctimas y es, también, un riesgo para la democracia y, por lo tanto, para los derechos de las personas.

Es obvio que muchos de los defectos e insuficiencias que se detecta hoy en día han existido también en los gobiernos anteriores. Por eso, precisamente, experimentamos de un sostenido declive institucional. Pero, cuando hablamos del papel de la sociedad civil en la defensa de la institucionalidad democrática, ese es precisamente el punto: así como esa sociedad civil ejerció una valiente crítica en los últimos veinte años frente a decisiones erróneas, arbitrarias, inmorales o antidemocráticas de los cuatro gobiernos previos, hoy podría prevenir, cumpliendo su misión crítica, que la erosión institucional y la afectación de los derechos de la población avancen todavía más bajo este gobierno. Esa es una misión irrenunciable.

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