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Editorial 24 de septiembre de 2019

La Constitución Política del Perú asigna al Tribunal Constitucional el papel de garantizar la constitucionalidad de las normas con rango de ley, pronunciarse sobre las garantías constitucionales y dirimir sobre los conflictos de competencias. Resulta, así, una pieza fundamental e insustituible del Estado de Derecho y, sin contar a la jurisdicción internacional, es el último recurso para la defensa de los derechos fundamentales de la ciudadanía.

Por todo ello resulta especialmente censurable cualquier intento de someter al Tribunal Constitucional a una lógica de funcionamiento político para favorecer intereses partidarios o de grupo manipulando su composición. Como ha advertido el Relator Especial sobre la independencia de los magistrados y abogados del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Diego García Sayán, “si bien en algunos casos se considera que la elección de los jueces por el parlamento reviste una mayor legitimidad democrática, este procedimiento puede dar lugar a la politización de los nombramientos judiciales, de forma que las consideraciones políticas prevalezcan sobre los criterios objetivos establecidos en las normas internacionales y regionales […]”

Eso es, sin embargo, lo que hoy se percibe como un serio riesgo si se procede a la elección de nuevos magistrados del Tribunal Constitucional por el actual Congreso mediante un procedimiento expeditivo que no ofrece garantías de idoneidad. Según un Informe de la CIDH, “para salvaguardar los procesos de estos riesgos, se deben cumplir principios como difusión previa de las convocatorias, plazos y procedimientos, la garantía de acceso igualitario e incluyente de las y los candidatos, la participación de la sociedad civil y la calificación con base en el mérito y capacidades profesionales”.

«En nuestra última experiencia autoritaria, la del gobierno de Fujimori, la agresión del poder contra el Tribunal Constitucional fue un momento que galvanizó el reclamo de democracia y el repudio del autoritarismo.»

Ya ha sido señalado por diversos congresistas que la aprobación de la lista de candidatos a integrar el Tribunal Constitucional fue realizada en menos de una hora, cuando ese proceso demanda un examen y una deliberación prolongados. Desde entonces, han surgido informaciones que sugieren la falta de idoneidad de algunos de los propuestos en esa lista. Así mismo, se ha propalado en días recientes una grabación de noviembre del año 2018 en la que congresistas de Fuerza Popular y del PAP conciertan iniciativas para controlar al Tribunal. Todo ello sugiere claramente la intención de imponerle una orientación al servicio de determinadas organizaciones políticas.

Es cierto que en un organismo cuya misión en última instancia es la de interpretar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de normas y acciones del Estado surgen, en diversos momentos, tendencias predominantes y otras minoritarias. Pero eso no ha sucedido hasta ahora por un designio concreto del Congreso sino, básicamente, como parte de la dinámica interna de dicho Tribunal. Forzar una composición que favorezca a una tendencia –o, peor aún, que favorezca a individuos y grupos particulares—constituiría una desnaturalización de esa institución y un grave atentado contra la democracia. Y ello resulta aún más cuestionable considerando la importancia actual de dicha entidad en los procesos judiciales seguidos contra líderes políticos en el marco de la lucha anticorrupción, así como el papel que debe cumplir ante un hipotético conflicto entre los poderes del Estado.

Es oportuno recordar que, en nuestra última experiencia autoritaria, la del gobierno de Fujimori, la agresión del poder contra el Tribunal Constitucional fue un momento que galvanizó el reclamo de democracia y el repudio del autoritarismo. Se trató, aquella vez, de la destitución de miembros del Tribunal por oponerse a una arbitraria interpretación de la Constitución realizada por el Congreso para franquear el paso a una tercera postulación de Fujimori. Ese episodio sirve para subrayar el puesto central del Tribunal Constitucional en la defensa de la democracia, pero también nos recuerda que la democracia no debe ser confundida con la imposición de la mayoría. La democracia es respeto de las normas y su vigencia requiere de autoridades y representantes cierta decencia de propósitos, eso que podría ser resumido en el concepto de civismo.


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