Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
28 de abril de 2020

Escribe: Eduardo Hurtado (*)

El día 43 de la declaratoria del estado de emergencia y aislamiento social obligatorio emitida por el gobierno por la pandemia del COVID-19 encuentra al país cada vez más al límite de su capacidad de respuesta. A la fecha, se tenían más de 27,000 casos identificados por el Ministerio de Salud, más 3,000 personas hospitalizadas, y cerca de 600 internadas en Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). A pesar de las respuestas rápidas y correctas que ha dado el gobierno peruano desde el inicio de la pandemia y la identificación del paciente cero, para contener la expansión del virus, las deficiencias estructurales del sistema de salud ya comenzaron a evidenciarse. Si comparamos la realidad nacional con nuestros vecinos sudamericanos, la situación es crítica: en Lima solo se cuentan con 4 camas de UCI por cada 100 mil habitantes, cuando en ciudades como Santiago de Chile y Ciudad de México, se dispone de 27 y 12 respectivamente[1].

En una lucha contra el tiempo, el gobierno de Martín Vizcarra ha volcado sus principales esfuerzos en aumentar el número de camas en UCI y de ventiladores mecánicos para las personas en estado crítico, así como del personal humano especializado y de atención básica en los hospitales, lo que ha venido de la mano con una serie de disposiciones y medidas sanitarias para el propio personal de salud; inéditas a toda luz ante una situación compleja que el país no se encontraba preparado.

Una de estas medidas ha sido la Directiva Sanitaria N° 087-2020-DIGESA/MINSA para el manejo de cadáveres por COVID-19, y sus respectivas modificaciones, que establece las pautas a seguir para el manejo de cadáveres en casos de defunción por el COVID-19[2]. La directiva, promulgada prontamente el 22 de marzo, ha sido importante para establecer un protocolo para el tratamiento de las personas fallecidas, protegiendo al personal de salud encargado de la labor y al entorno próximo en riesgo de contagio. En la norma se dispone que el cadáver debe ser cremado -posteriormente se añadiría la inhumación como alternativa ante la poca cantidad de crematorios en el país[3]– en un plazo máximo de 24 horas después de fallecida la persona y permitiendo la presencia de hasta 2 familiares directos a no menos de 2 metros de distancia solo en caso el deceso se produjese en una UCI. Asimismo, establece la conformación del Equipo Humanitario de Recojo de Cadáveres (EHRC), encargado de todo el proceso de identificación, levantamiento, traslado, cremación o inhumación.

Se trata de una medida justa, necesaria y centrada en la protección de la salud ante todo, pero que carece, no obstante, de un enfoque más integral y que considere, cuanto menos, la contención del familiar y del entorno próximo en ese momento. El enfoque es sanitario y el propósito es reducir al máximo la exposición de personas ante el virus. Y esto es notorio también en la conformación de los EHRC, con un médico cirujano, un trabajador de salud ambiental, un chofer y personal de apoyo. Se ven cadáveres, no personas. Es decir, no queda explícito si se considera o no la presencia de personal especializado en salud mental y atención psicosocial, ni de qué forma operativa la directiva se complementa con otras disposiciones del sector para la contención y acompañamiento psicológico al entorno, sobre todo a partir de las limitaciones espaciales y la prohibición de velorios y rituales fúnebres.

«El confinamiento físico y social está exigiendo que repensemos la manera en la que construimos y mantenemos los lazos afectivos y la noción de comunidad, pero la misma capacidad adaptativa debe aplicarse a la manera en la que nos despedimos de nuestros seres queridos.»

La preocupación principal del gobierno reside en que se pueda responder con la mayor rapidez y eficacia a los decesos evitando que se produzcan situaciones lamentables con personas fallecidas en las casas y calles. Esto no solo constituye un factor de riesgo para la propagación del virus, sino que además representaría una vulneración a la dignidad de la persona. Sin embargo, dicho objetivo no puede quedar aislado del sentimiento de pérdida y de dolor del familiar, en especial de los grupos en condición de vulnerabilidad, que viven en zonas alejadas, en situación de pobreza, o con poca conectividad digital y cuya sensación de abandono puede recrudecerse ante la pérdida inevitable de un familiar y la imposibilidad de rendir homenaje de la manera tradicional.

No se trata de reemplazar un enfoque por otro, ni de intercambiar la prioridad, sino de incorporar la perspectiva psicosocial en la respuesta del Estado y, para este caso específico en el manejo de las personas fallecidas, durante el proceso como después de este, dotando de un real acompañamiento al entorno social, de forma que la salud mental y el bienestar emocional del familiar no pase a un segundo plano. Ello además debe considerarse teniendo en cuenta que somos un país diverso, con culturas e idiomas distintos, y formas particulares de entender la muerte y los rituales fúnebres.

Igualmente importante son las medidas simbólicas que sean dirigidas desde el propio Estado hacia la ciudadanía. El confinamiento físico y social está exigiendo que repensemos la manera en la que construimos y mantenemos los lazos afectivos y la noción de comunidad, pero la misma capacidad adaptativa debe aplicarse a la manera en la que nos despedimos de nuestros seres queridos y cómo desde el propio Estado, en sus distintos niveles, puede acompañar a la ciudadanía en un duelo que parece estar interrumpido. Los gestos simbólicos provenientes del Estado ayudan a entender que las personas fallecidas son una pérdida para todo el país, no de unos cuantos y que la contención no solo provendrá de su entorno próximo sino de la sociedad en su conjunto.

El período de violencia en el país nos enseñó que este tipo de respuestas tienen un efecto reparador que dignifica a las personas afectadas, reconociendo su pérdida y proveyéndolas de un apoyo integral que abarque lo económico, lo psicológico y lo emocional. En estos tiempos en que todos como país nos enfrentamos ante un mal que no distingue condición social o económica, hace falta un Estado fuerte y con capacidad de responder rápidamente, pero también uno con un rostro más humano y sensible al dolor.


(*) Antropólogo y miembro de la Línea Memoria, Democracia y Posconflicto del IDEHPUCP y del Grupo Interdisciplinario sobre Memoria y Democracia de la PUCP
[1] https://elcomercio.pe/lima/lima-reporta-mas-muertos-por-covid-19-que-todo-chile-noticia/
[2] https://cdn.www.gob.pe/uploads/document/file/569630/DIRECTIVA_SANITARIA_-_RM_100-2020_-_vf.pdf
[3] https://busquedas.elperuano.pe/normaslegales/modifican-la-directiva-sanitaria-n-087-minsa2020digesa-d-resolucion-ministerial-n-208-2020-minsa-1865632-1/